Trotando con Mohammed Alí

Ese sábado temprano en la mañana terminé de trotar y me explayé, exhausto, en una de las gradas de mármol a la entrada del hotel Fontainebleau, de Miami Beach, donde me hospedaba.

Toda una falta de glamur la mía, lo reconozco, tratándose de un hotel de celebridades al que yo fui invitado como periodista labriego para cubrir un evento internacional.

Desde el «lobby» hasta el último rincón, aquel hotel lucía majestuoso; decoración exquisita, cuadros y pinturas de simetrías milimétricas, sillones de nube, lámparas de araña refractantes, suites cuyas paredes hablaban más de la cuenta y, bueno, con todo y cada cosa en su lugar.

Menos yo.

Y es que cuando uno está en ese estado de agite y agote pierde todas las formas y modales que exigen los más estrictos protocolos de un hotel de esa envergadura.

Solo recuerdo que me despatarré en la grada a bajar revoluciones en medio de cataratas de sudor que no me dejaban ni abrir los ojos de la «enchilazón».

De momento me tranquilizó saber que no había nadie a mi alrededor salvo una persona cuya presencia, entre brumosa y reverberante, intuía cerca y observándome.

Sin embargo, cuando noté que el sudor alcanzaba dimensiones de charco con goteos, afluentes y demás pringues, repté hacia el jardín para no hacer peor el estropicio y, de paso, rociar las matas con mi abono orgánico.

Lo hice más que todo preocupado por esa sola persona que tenía a unos tres metros de distancia y quien parecía no quitarme el ojo escandalizada ante aquel bochorno.

Como mi vista seguía empañada, asumí que se trataba de algún botones del hotel montando guardia a la espera de atender al próximo cliente abriéndole la puerta de la limusina, cargándole las valijas y luego conduciéndole a través de la alfombra roja.

Alfombra roja que, por cierto, no estaba muy lejos de mi estanque de sudor, lágrimas y demás fluidos, y por la que ese glorioso sábado desfilarían los egos siderales de más de un hacendado, potentado y bienhadado.

Razón de más para sentirme incómodo por lo que estaría pensando de mí el tal botones ese, tan acostumbrado al fasto de los milmillonarios y no al relajo de clientes tan faltos de clase, señorío y refinamiento.

De ahí que en cuanto recobré el aliento y me recompuse un poco, me pareció que lo decente y prudente era presentarle una disculpa al susodicho servidor para luego, con la dignidad restablecida, seguir mi camino hacia la habitación.

Yo sabía que ese día, y el siguiente, el hotel estaría a reventar de toda suerte de eventos, entre otros, un festival mundial de cortes y peinados que atraerían a modelos, artistas, estilistas, missuniversos, periodistas y hombres de negocios.

Incluso a mí que, por ese tiempo, lucía una suerte de «blower» centrífugo a cargo de mi mejor esteta: la intemperie, viento incluido.

Mi trabajo consistiría en recorrer las actividades más destacadas y escribir reportajes con fotografías sobre el magno acontecimiento único en ese hotel de renombre adonde, por ejemplo, fue a vacacionar el mismito primer ministro inglés, Winston Churchill, poco después de la segunda guerra mundial.

En el breve lapso de una hora empezaría a llegar la gente de todos los rincones del mundo, y yo debía estar listo para entrar en acción con mi libreta de apuntes, cámaras, grabadora y ojo de lince para no perderme talle ni detalle.

Cuando ya me disponía a darle la disculpa al botones e irme a la habitación, noté, para mi sorpresa, que él más bien se me acercaba. Yo me preparé, por supuesto, para recibir la peor regañada jamás sufrida desde los tiempos en que mi abuelo me agarraba en alguna zanganada.

–Are you OK?

Voz algo gangosa pero a la vez dulce que escuché de aquella persona cuando apenas mi cintura se volvía a enderezar. No podía creer tanta compasión de alguien con quien yo más bien estaba en deuda.

Cuando, con aún más pena, le di la cara al botones para agradecerle y disculparme, el tal botones era Mohammed Alí.

Desconcierto total. De aquella pena inicial pasé al estupor y, al instante, a la parálisis. Ahí estaba él, tal cual. El mismo que veía en la tele, en las fotos, en el cine, en el ring…solo que esta vez con estampa de «lord» inglés enfundado en un traje color café con leche. (Más leche que café).

No podía concebir ahí íngrimo a la entrada del hotel al boxeador más grande y famoso de todos los tiempos a quien, por el contrario, uno imagina todo el tiempo sepultado entre las muchedumbres desesperadas por su autógrafo, foto o saludo.

Al hacer contacto visual conmigo, Alí esbozó una leve sonrisa que, traducida a palabras, decía algo así como «lo vi todo», al tiempo que yo seguía inmóvil ante ese ídolo de mi juventud.

Desde que él noqueó a Sonny Liston en 1964 y se convirtió en la figura más emblemática y a la vez controversial en la historia del boxeo.

Como entonces la tele en Costa Rica era aún muy exigua y ni soñar con las transmisiones vía satélite, la barra de muchachos nos íbamos a ver qué pescábamos por radio en el American Bar donde, por una peseta, nos servían una fuente bien copetona de macarrones.

Sin tragos porque nuestras mamás nos molían a palos.

Conforme la tecnología fue avanzando, pudimos ver ya por tele las peleas de Mohammed Alí y adoptarlo de manera oficial como el ídolo a admirar e imitar, pues entre los compañeros del cole empezamos a aplicar sus técnicas de «vuela como mariposa y pica como abeja» a la hora de cualquier bronca.

Una época inolvidable porque para cada actividad teníamos a un dios o diosa que nos alentaba y motivaba: Alí, en los pescozones; Elvis Presley, en el meneo; Iris Chacón, en el perreo; Flaco Pérez, en los paradones y Cantinflas en sus vacilones.

Alí era nuestro héroe por sus jabs, quites, saltos, muecas, labia, juego de piernas y nocauts hasta que se involucró de lleno en el activismo religioso y filosófico para librar otro tipo de peleas, ahora contra el propio gobierno de los Estados Unidos que le obligaba a enrolarse en el ejército.

Pues bien, a ese mismo Alí era al que ahora tenía de frente y cuerpo entero en el ring de la calle para librar con él una lucha que al final gané en el segundo asalto.

Al darnos la mano, la mía desapareció en la suya y solo esperé que, al apretármela, no me la dejara como polvo de sorbeto.

En mi inglés chapucero de colegio le lancé el primer «jab»:

–Quiero una foto con usted para «rajar» en mi país, Costa Rica, pero tengo la cámara en mi habitación. ¿Me esperaría aquí un segundo mientras la traigo?»

–Go –me respondió.

No le creí. ¿Quién era yo para que él, con tantísimas cosas más importantes, me esperara para una pinche foto?

El asunto es que, entre gradas, pasillos y elevadores, salí disparado hacia el cuarto a pura adrenalina porque en la trotada me había quedado sin gota de gasolina.

De camino me llené de fe y pensé en que a la larga Alí se compadecería de mí tras haberme visto muriéndome en la grada, con el corazón en la mano y la ropa estilando, como él también se muere en el banquillo del cuadrilátero entre sopapo y sopapo.

Él para noquear, yo para azotar.

Entre atletas nos entendemos.

Entré entonces a la habitación como pescozón de Alí, me sequé, me cambié de ropa, agarré la cámara y me descolgué por los balcones del hotel hasta llegar de nuevo a la entrada principal.

No obstante, cuando llegué, Alí ya no estaba. Se lo había tragado la tierra.

De agarrarlo a trompadas ahí mismo.

Fui al mostrador del «lobby» a preguntar, pero nadie lo vio irse.

Le pregunté entonces, ahora sí, al botones de verdad, y me aclaró todo: «Se montó en su coche y se fue».

Tras contarle de mi congoja minutos antes con el charco, ya medio cenagoso, a centímetros de la alfombra roja, me consoló: «Nos pasa a todos, incluso a Alí, quien hoy trotó más temprano que usted».

Me reveló que Alí se encontraba hospedado en el hotel filmando segmentos de su película «The Greatest» en la que precisamente aparecía trotando a los acordes de la singular canción «The greatest love of all» que, una década después, haría famosa esa diosa irrepetible llamada Whitney Houston.

Yo, en cambio, trotaba al compás de mis silbidos de pecho en tono de fa mayor broncoespasmódico, o sea, de fallecido.

Estábamos en esas cuando, de pronto, al botones le cambió el semblante, se puso en alerta militar y sacó tórax para recibir el Rolls-Royce convertible que se estacionó enfrente de nosotros.

Por donde habían pasado figuras de renombre y relumbre como Elvis Presley, Frank Sinatra, Jerry Lewis…

Como John F. Kennedy y Marilyn Monroe a vivir su ratito de amor para asombro y morbo del planeta entero.

Y aún hoy, como Lady Gaga, las Kardashian, Demi Lovato y yo…

Y yo no volví porque cada «bedroom suite, oceanfront view», que era donde me hospedaba invitado, cuesta $781 la noche.

Se abrió entonces la puerta del Rolls-Royce construido a mano y descendió Mohammed Alí, siempre con su mueca de pícaro por haberse salido un poco con la suya, se me acercó, me aplastó de nuevo la mano y el botones nos tomó las fotos.

Se escribió así la historia de dos trotadores mañaneros como nunca más ha conocido el mundo desde entonces.

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