De regreso al pecado original

Estoy segurísimo de que, en Punta Mona, Manzanillo, nació el mundo.

Aquí, en este pequeño recodo del caribe sur donde me encuentro, se deben haber incubado todos los placeres, hechizos, pecados y truenos del planeta.

Lo digo porque todavía hoy, 4.600 millones de años después, huele a tierra recién parida, virgen e intocada por el hombre.

Hacia donde se mire, todo crece, reverdece y florece.

Del espeso fermento de hojas, flores, semillas y barros primitivos mana un humus de vida como del principio de los tiempos.

Al punto de que descubro sitios donde me siento el primer humanoide en llegar, algo así como un Adán a destiempo, extrabíblico y aguafiestas.

Pero no importa: Adán al fin.

Con la ventaja o desventaja –según se le mire– de que la manzana de este edén no es ya la del Génesis sino el «noni», mejor conocida como la fruta del diablo.

O sea, lo mismo, pero sin eufemismo.

Por si no me alcanzara, aquí se da también la «biribá», variedad silvestre que, por dulce y por manzana, tienta igualmente al más curioso y peor goloso.

Ambas frutas nativas de este suelo feraz sobrepoblado de serpientes donde, a diferencia del solar primigenio, se vale pecar sin pena ni condena.

¡Buenazo!

La cosa es que vine otra vez a este paraje de la baja Talamanca, ahora a observar el eclipse anular de sol.

Si bien es el sitio del país en donde mejor se verá, volver aquí me ha caído como anillo (de sol) al dedo para quitarme de encima los «gorilas» de la ciudad.

Un rincón exótico para terapiarse de lo que hace tiempo se acabó en la civilización: la paz.

La paz de estas aguas turquesa, despanzurrado sobre sus arenas blancas sintiendo las pulsaciones del bosque y la algarabía de Evas yendo y viniendo, chapaleando y azotando.

Recalé la víspera del eclipse al mediodía en una playa secreta de esta selva, encajada entre abismos y espejismos.

Como Poseidón ante este Atlántico huraño que se rompe contra las laderas blancas y piedras recubiertas de mantos coralinos.

¡Y ese estruendo de brumas y espumas como hebras de plata encendiendo arcoiris!

De repente una mancha de delfines pintados flirteando por acá, y una manada de manatíes desbocados tras la hembra en celo por allá.

De repente un manojo de europeas desnudas bajo un sol anclado en sus curvas, y otro de mulatas mostrando también su raza como brasa.

Uno trata de explicarse el porqué de este estado de éxtasis perpetuo aquí, y la conclusión es siempre la misma: magia.

La misma de cada noche cuando el coro de todos los animales de la jungla runrunea su himno de vida en medio de nubes de luciérnagas apareadas a toda luz.

Todo es así de súbito y bullente en este lecho de aires afrodisiacos.

Aquí se inhala oxitocina, hormona del amor, y se exhala… luciferina.

Tortugas desovando a lo largo de la costa entre Punta Mona y la desembocadura del Sixaola; ranitas rojas copulando entre la hojarasca; serpientes con la cabeza erguida y cola vibrante al acecho de su pareja.

Hoy, 32 años después del último terremoto, la naturaleza luce su nuevo escenario a toda gala, desde una flora y fauna ubérrimas, hasta la imponencia de riscos y peñascos suspendidos en el aire.

Con playas miniatura para el jugueteo y el escarceo; pocitas amigables para el remojo y el despojo, y arenas rubias para morirse bien muerto en ellas.

Un paraje remoto donde no existe mal que la selva no cure porque su vibra es bálsamo y su energía resurrección.

Yerbas medicinales que quitan desde el dolor de cabeza hasta el mal de amores, pasando por diviesos, picadas de papalomoyo, nervios, inflamación, cólicos, estreñimiento e insomnio.

Todas ellas al alcance de la mano: sorosí, sarril, zorrillo, dormilona, lengua de perro, congolala y ortiga.

Hasta marihuana para dormir, mas no para volar.

Y el guaro con leche para olvidar.

Basta adentrarse unos pasos en esta espesura para percibir también su simbiosis entre árboles y plantas que ven, oyen, huelen y hablan.

Y percibir su sensibilidad, superior a la nuestra, para detectar frecuencias de onda, condiciones térmicas, radiaciones, aire, luz e insectos a la bendita hora de procrear.

De ahí que pasar una noche aquí a la intemperie, caminando durante la madrugada sobre los tupidos acantilados, sea un instante irrepetible.

En calzón o calzoncillo, pero preferible en cueros.

Para sentir sobre uno el paso y el peso del firmamento como un masaje místico u ontológico.

Como una terapia regresiva que lo teletransporte a la esencia natural de la que estamos hechos, pero que perdimos en algún momento para convertirnos en autómatas.

Si viene algún día a Punta Mona, traiga visa para siempre.

Es tan seductora que el propio Sol y la propia Luna la eligieron también, este 14 de octubre, como la alcoba de ensueño para su cita de fuego.

Anterior
Anterior

Buscando chamba

Siguiente
Siguiente

Trotando con Mohammed Alí