Buscando chamba
Les presento hoy aquí mi curriculum actualizado a ver si a mis casi 80 años soy bueno p’algo y me dan trabajo.
Tengo varias especialidades. La primera de ellas, en muertos. A saber:
A los 11 años de edad me dediqué a cuidar carros frente a los cementerios General y Obreros, pero el negocio fracasó por la insuficiencia de muertos.
Y de automóviles, pues era 1956 y apenas comenzaban a aparecer.
Hoy día, en cambio, sobran chunches, abundan los muertos y hay sobreoferta de «cuidadores».
Previéndolo, me dediqué entonces a jalarles agua en tarro a los mismos muertos o, mejor dicho, a sus dolientes, quienes solían visitarlos durante las fechas especiales.
Si bien el agua que yo les acarreaba era para los floreros, a veces me pagaban una extra por lavarle la tumba al muerto y, en buena medida, también a ellos pues a algunos ya no les faltaba mucho para hacerle compañía.
En todo caso, como se trataba de un trabajo muy esporádico, lo complementé como ayudante de lechero jalando una carreta y llenándoles de leche el pichel o la olla a las vecinas.
También les chambeaba cargándoles el «diario» semanal de la pulpe a la casa, donde me pagaban un colón con el que me compraba un granizado con leche en polvo, un «gato», un gofio y un chicle.
Como para entonces yo ya recibía clases de canto con don Claudio Brenes, en el Conservatorio Castella, subí de categoría en el barrio y empecé a cantarles el «Ave María» a los que se morían. Digo, a los que contraían nupcias.
Con tan buena mano, o voz, que tras el sondeo que hice pocos años después para ver la suerte final de aquellas parejas, todas se habían divorciado.
Quizá a raíz de este éxito subí otro escalón fúnebre cuando me llamaron de iglesias y velorios para, ahora sí, cantarles a los muertos su «requiem» favorito de entonces, o sea, El Rey, que muchos pedían como último deseo.
Seguro con la esperanza de «Volver, volver, volver» en cualquier momento.
Por supuesto esta vez no me atreví a hacer el correspondiente sondeo a ver si alguno había vuelto.
Sin embargo, como los muertos no eran un buen bisnes, pues me pagaban ₡50 por misa cantada en Las Ánimas y Don Bosco, intenté pasarme a la orilla contraria, es decir, a cantar para los vivos.
En otras palabras, salté de la misa concelebrada a la vida disipada.
Me estrené una noche de diciembre de 1963 al serenatear a la novia de un cliente, en Taras de Cartago, por la tentadora suma de ₡100 la hora.
Pero como ella lo era aún más, pues se trataba de una negra de baba y de traba, le puse toda mi pasión a la canción a ver si también me la ganaba.
Con tan mala suerte que justo al empezar mis florituras vocales se produjo la gran inundación del río Reventado.
Me dio pena porque de estar yo entonando en ese instante «Espérame en el cielo corazón», salí desgalillado hacia Chepe entre ambulancias, patrullas y otras bullas.
Y sin plata ni mulata.
Ante este nuevo sinsabor, una semana después conseguí trabajo cargando cajas de cerveza para la cervecería Traube durante las fiestas de Navidad y fin de año en Plaza González Víquez.
Muy duro porque en ese tiempo las cajas eran de madera bruta; las botellas, de vidrio grueso y llenas hasta el «copete», y las distancias a recorrer entre el camión repartidor y los chinamos, infinitas.
No obstante, todo un trabajazo, no tanto por lo que me pagaban como por lo que me divertía en los bailongos entre vieja y vieja, perdón, entre viaje y viaje.
Los lamentos y juramentos de amor de Daniel Santos, Los Panchos, Lucho Gatica y Bienvenido Granda reverberaban en las rockolas ya desde las 5 de la mañana cuando llegaba yo a reabastecer de cerveza los chinamos.
Las muchachas de la noche, reventadas de libar, bailar y soñar, me amaban cuando, a hurtadillas, les regalaba a esa hora una Pilsen bien fría para resetearse.
Hasta que me retiré también de esa especialidad hedonista, bullanguera y sicalíptica para incursionar en la más jodida de todas: escribir.
Llegué a La Nación ese mismo año como practicante de periodismo y empecé horrible porque el jefe de redacción, Carlos Vargas Gené, me acribilló de entrada no más con un largo texto sobre el filósofo Emmanuel Kant para que lo resumiera en media cuartilla.
Ni él mismo supo lo que me estaba dando, pero me sirvió para asustarme al hacerme sentir las primeras arenas movedizas de esta profesión.
Como periodista me fue excelente porque de tanto chucear a los políticos a través de mi columna, sobre todo a presidentes de la república, todos puyaban y presionaban a mis patrones para que me echaran.
Era el «imperativo categórico» de la ética que me exigía la profesión y que aprendí esa vez de mi buen amigo Kant.
Al final, en dos casos renuncié y en otros dos me clausuraron la columna, quedándome en la tusa en plena escaramuza.
De ahí que, a través de esta página de Facebook, y con el permiso de don Mark Zuckerberg, el dueño, me esté promoviendo a ver si consigo otra chamba.
Sin importar edad ni contrariedad, pues ahí donde miro siempre pego el tiro.
Solo espero y confío en que, a diferencia de mis otros jefes, él no me vaya a patear el trasero con el mismo rasero.
Si bien cualquier trabajito será bienvenido, no me gustaría lidiar de nuevo con muertos para no encontrarme esta vez con la Ñata que haga de mí su piñata.
Ni tampoco cantar porque para esos sones de hoy ya no tengo los mismos dones.
Lo que sí me encantaría, si no es mucho pedir, es que me dieran el «hueso» de presidente de la república 2026-2030.
Duro de roer, pero no imposible de ejercer como exige el deber.
De modo que, como pulseador corrido y mejor curtido que he sido, sacaré a este país de donde lo han hundido.
Ya hasta tengo mi proclama de campaña:
«Denme 50 diputados y les devuelvo los mejores resultados».
Y también mi grito de guerra, tan creíble como infalible:
«Con Pilar detrás del trono, fijo que no los decepciono».