Dios contra Dios

De niño yo debo haber sido un pequeño Judas porque viendo y sintiendo la Semana Santa tan gris y patética, procuré siempre hacerla alegre al menos para mí.

Transitaba tanta gente en Semana Santa por los cementerios de mi viejo barrio que, por momentos, no se sabía quiénes eran los vivos y quiénes los muertos.

Como si, de repente, se hubiera roto la delgada frontera metafísica entre el ser y no ser para celebrar, todos, esta fecha de muerte y resurrección.

Yo, que les jalaba el agua a ambos en un tarro, era el más feliz entre aquella marea de claveles, rosas, lirios y margaritas que iba y venía porque me pagaban un colón por limpiar y llenarles los floreros.

El pequeño Judas que, de los tres cementerios que había, escogía siempre el de los ricos, el General, donde en vez de un colón me pagaban dos por tarro copetón.

Lo que para mí significaba, ya en términos de la pulpería donde me los gastaba, doble sirope y más leche en polvo al granizado.

Negocio orondo y redondo.

Porque en ese camposanto, donde la calavera también es ñata, hay su buena plata gracias a que allí yacen nuestras celebridades de la política, desde Juan Mora Fernández hasta Mario Echandi Jiménez.

Entre muchos otros ilustres ricos cuyos mausoleos de mármol se conectan al cielo a través de ostentosas cúpulas y piezas de bronce y pedrería haciendo gala de todos los estilos, desde el neoclásico hasta el egipcio, pasando por el ecléctico.

Con la ventaja extra para mí de que como los únicos carros que llegaban eran los de sus dolientes y parientes, estos me pagaban otro tanto más por cuidarlos en una época en que ni riñas había.

No obstante ese dineral que me ganaba, la Semana Santa siempre me deprimió horrores por ese halo de sufrimiento y tristeza que envolvía el ambiente todo.

–Mamá, ¿por qué Dios nunca se ríe?

–Porque él es todo amor y siempre está muy ocupado haciendo el bien al prójimo.

–Pero ya eso es motivo suficiente para sonreír. ¿O no?

Amén de que durante ese lapso vivía uno a reglamento militar entre ayunos y abstinencias, letanías y cenizas, rosarios y matracas y, encima, esa peste a bacalao por todo lao.

Y de que, por vivir en una suerte de cuartel general del cielo en la tierra, no se podía cometer ningún pecado por pequeño que fuera sin que los arcángeles, trompeta en mano, se lo anunciaran al Señor.

–Abuelo, ¿por qué a Jesús siempre lo sacan angustiado, quejándose, muriéndose…? ¿Jesús silba «Sin ti», de Los Panchos, como usted? ¿Dice palabrotas?

–Porque él sufrió y murió por nosotros en la cruz.

–Yo no quiero ser como Dios. Yo quiero vacilar, comer helados, andar en bici, jugar de carritos, tener novia…

Desde el Lunes Santo ya dejaban de pasar los carros porque era malo manejar y porque las calles eran pavimentadas de pétalos para que pasara la procesión.

Con nosotros, la güilada, detrás, jugando «quedó», zancadilleándonos, tirando terrones y haciendo series con una pelota de pellejo, saltona como el carajo.

Entre Jueves Santo y Domingo de Resurrección no había bailongos, cines, ron colorado ni televisión, salvo para recetarnos a Barrabás y Pilatos hasta el empacho.

Sangre, relámpagos de fin del mundo, lenguas de fuego, más llanto, imágenes desgarradas por la tragedia.

Nunca de niño corrí tanto un Viernes Santo como cuando me persiguieron para vestirme de apóstol.

Me salvó que, por ser ese día, no se nos podía castigar a los niños, según la tradición religiosa de nuestros abuelos.

De manera inconsciente, como queriendo huir de esa trampa sepulcral, yo solía jugar futbol sobre la mesa del comedor utilizando como jugadores las figuritas de Jesús y de los apóstoles con una bolincha.

Jesús siempre era el portero, mejor que el Flaco Pérez de aquellos tiempos, porque una mirada suya bastaba para desviar la bola cuando iba pa dentro.

De ese lado Mateo, Juan y Pedro, este último gran faulero; y del otro, Simón, Judas y Tomás con el Pisuicas a todo cuerno bajo el arco.

Como entonces yo no entendía ni jéles sobre la vida y la muerte, y ahora menos, me sorprendía toda esa liturgia, misereres y purgas de incienso para alejar el demonio.

En mi inocencia sabía que algo les estaba pasando a los vivos con tanto sofoque religioso, sobre todo cuando me impedían meterme a un rio porque me hacía olomina.

–Mamá, ¿y me puedo bañar en la ducha?

–Tampoco, hijo, porque es Viernes Santo.

–¿Y en qué me convierto?

–En nigua.

(Nigua: «Insecto afaníptero parecido a la pulga, pero de trompa más larga que ocasiona picazón y úlceras graves en los pies»).

Debe ser por eso que, desde entonces, nunca más me volví a bañar, salvo el «motor».

Sentía que todo mi mundo giraba en torno a castigos divinos, entre espinas, vía crucis y calles de la amargura.

Una suerte de infierno por adelantado cuya esencia era el dolor. ¿Esa es la vida? ¿A eso vine? ¿A eso me trajeron?

¿Tenían razón también Schopenhauer y Heidegger con su visión macabra de la existencia?

Hasta que, una Semana Santa, mi vida dio un giro copernicano cuando por primera vez me llevaron a conocer el mar.

Remanso de paz en cuyo firmamento de belleza me veía yo meciéndome feliz en una hamaca.

En mi insignificancia existencial, sí, pero liberado y entregado a ese cielo que en las noches adquiría el sentido y contenido que en la religión nunca encontré.

Lo que fuera; galaxias chocando, Júpiter enamorando, supernovas deslumbrando…pero esencia también de mi ser.

Entretanto, aquí abajo, las iglesias vaciándose sin poder leer el signo de los tiempos ni las urgencias espirituales del mundo posmoderno.

Un catolicismo en picada libre, anclado en el ayer, irreductible en sus dogmas y sin margen de maniobra.

Perdiendo liderazgo, influencia y confianza en medio de feroces escándalos sexuales que socavan su otrora catedral más imponente: la fe.

¿Cuánta vida le queda?

¿Será la Semana Santa el mejor termómetro para medir su profunda decadencia actual?

Así las cosas, y mientras se despejan los nublados de su propio cielo, lo mejor es irnos desde hoy todos, creyentes y no creyentes, a tirarnos panza arriba en paz y armonía a la orilla del mar.

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