Mi yo clarividente

Voy a contarles una intimidad que a pesar de mi avanzada edad sigo sin descifrar.

No sé cómo, al nacer, se coló dentro de mí otro yo, otro ser, como si se tratara de un gemelo abstracto, metafísico.

Rarísimo.

Ignoro cómo funciona la mecánica esotérica, pero sospecho que, a juzgar por su comportamiento, este ente insondable posee su propia conciencia, independiente y soberana de la mía.

Lo digo porque una y otra vez he tratado de controlarlo como se controla un pensamiento, una idea o acción, pero no puedo quizá por su condición de místico.

De todo esto empecé a sospechar a mis siete años una mañana de abril alistándome para ir a la escuela.

Me peinaba frente a un pedazo de espejo cuando una fuerza extraña me indujo a mirar a mi derecha hacia un pequeño jardín sembrado de plantas y arbustillos caseros.

De pronto, de la puerta de uno de los cuartos, a escasos dos metros, apareció la imagen de un traje de novia que lentamente flotó sobre el pasillo, atravesó el jardín y desapareció en la cerca de latas de zinc que daba a la casa vecina.

Nunca le vi la cara a la novia, solo el vestido, de un blanco opaco algo difuminado que levitó a un metro del suelo. Si bien no sentí miedo, le conté a mi madre quien sin darle importancia siguió tendiendo la cama de mi cuarto.

A las once de la mañana, al regresar de la escuela, ella se abalanzó sobre mí algo sofocada: «Hijo, ¿qué fue lo que viste esta mañana?» Tras describirle la escena con lujo de detalles, exclamó:

«¡Qué curioso! Nos acaban de avisar que tu prima de Atenas, la que tanto te quería, murió a esa hora y la amortajaron en su vestido de novia».

En otra ocasión, al entrar a su cuarto a darle los buenos días, le vi a mi abuelo un arete de luz en la oreja izquierda. Me acerqué un poco a él para verla mejor y, sí, brillaba imperturbable como una estrella diminuta.

No obstante, por más que pregunté por qué le habían puesto esa luz ahí a mi abuelo –yo creía que era algún tipo de tratamiento médico–, nadie más la veía.

De puro curioso, seguí rondando a mi abuelo cada vez que podía con la excusa de ver esa luz fija que también me miraba como un ojo sobrenatural.

A eso de las tres de la tarde, mientras jugaba bolas de vidrio en el patio trasero, escuché unos gritos y al correr a ver qué pasaba, mi abuelo yacía en su cama ya muerto, víctima del tercer derrame cerebral.

Su arete de luz había desaparecido.

No era la primera vez que me pasaba algo así con él. En otra ocasión, al costado norte de la Catedral, se detuvo un instante a comprar chances y escuché cuando le pidió al vendedor el 71 (mi abuelo había nacido en 1871).

De repente, como un relámpago, se cruzó por mi mente el número 82 y, tras jalarle varias veces el pantalón a mi abuelo para que me pusiera cuidado, le dije: «el 82, abuelo».

Pegó ¢100 de aquella época, año 1954, una fortuna para él que, solo de alquiler, pagaba ¢35 más comida, luz, agua, el diario... Y hasta le alcanzó para sus puros que compraba en «La Mata de Tabaco» al costado oeste del Banco de Costa Rica.

Para no hacer el cuento largo, los siguientes dos domingos volvió a pegar los mismos ¢100 con los números que mi «yo oculto» me sopló desde sus más recónditos arcanos.

Si bien le agradezco a él todos esos y otros gestos, como vaticinarme viajes, logros profesionales y gratos acontecimientos familiares, reconozco que los negativos me han golpeado.

Otro episodio de estos ocurrió la madrugada de un 12 de marzo en que tuve una ráfaga de sueños fugaces y superpuestos con una entrañable amiga de Heredia.

Me desperté sobresaltado sin poder recordar ni uno solo de esos sueños como para obtener alguna pista, mensaje o aviso.

Esperé a que fuera una hora decente para llamar a la casa de ella, y nadie me respondió. Llamé a un hermano suyo al trabajo, y tampoco. Llamé también a una amiga en común, pero a ella todo le pareció estar bien en ese momento.

Dos meses después, al toparme con una vecina de Heredia, su saludo no pudo ser más fulminante: «Diay, no te vi en el entierro de tu amiga».

Me quedé de una pieza. «¿De qué hablás?», reaccioné desconcertado.

«La enterramos el 12 de marzo», me dijo.

Así fue mi vida con muchos casos similares hasta que las cosas tomaron otro cariz.

Descubrí que mi «yo incógnito» comenzaba a anticiparme, a través de visiones o presentimientos, accidentes relacionados con la familia.

En una oportunidad pude «ver» que un cuñado mío chocaba en su moto contra un carro en una esquina de Llorente de Tibás a las 06:28 de la mañana.

Eran, en ese instante, las 06:21. De inmediato le llamé a la casa para prevenirlo, pero ya no estaba. Le pregunté a su esposa por él y me dijo que había salido «hace ratillo».

Y en la moto, no en el carro.

O sea, la conjura del destino en plena acción. Todo parecía coincidir. Todo parecía sincronizarse. Lo inexorable del aquí y ahora. Del lugar y momento equivocados.

Era poco o nada lo que se podía hacer para evitarlo, de confirmarse la predicción. En esa época aún no existían los teléfonos móviles. Pero, igual, el instinto te mueve, te empuja, te obliga.

Lo llamé una y otra vez a La Nación, donde él trabajaba, pero nadie me respondió. ¡Las 06:27am! Intenté entonces localizar a su secretaria en la casa, pero hacía minutos había salido para la oficina.

Tras llamar varias veces al guarda de ese matutino para preguntar si mi cuñado había llegado, me dijo que aún no se le había visto entrar.

Cuando le iba a pedir que le dijera a mi pariente que me llamara en cuanto entrara, el vigilante me dejó en «modo espera» con una musiquita de salón que se me hizo eterna.

Un minuto después reapareció en la línea para informarme de que a mi cuñado le acababa de ocurrir un accidente en el cruce de Colima. Eran ya las 06:32am.

Me quedó claro que, si bien yo podía anticipar los hechos con cierto margen de tiempo, mi «doble invisible» me impedía evitarlos.

Él o el azar, nunca lo sabré.

Así las cosas, para la siguiente vez me propuse ponerme más alerta que nunca y ganarle la partida al destino.

Un sábado en la mañana, mi «yo clarividente» me anticipó que uno de mis hijos, Edgar, iba a sufrir un incidente. Esta vez, fue a través de una corazonada sin detalles sobre el lugar, la hora ni el cómo.

Sin que él se enterara, tomé la decisión de estar a su lado todo el santo día en la casa o donde fuera sin perderlo de vista un segundo.

En mi diálogo, o más bien monólogo interior, traté de pedirle clemencia a mi «yo misterioso», pero su silencio fue inexpugnable: ni visiones, ni señales, ni luces.

A eso de las 5 de la tarde, mientras jugábamos fútbol en la acera de la casa, al doblar mi hijo en la esquina para recoger la bola que se había ido cuesta abajo, dos tipos en moto, fuera de mi vista, lo asaltaron en fracción de segundos. Le quitaron sus tenis, lo golpearon y se llevaron la bola.

¿Por qué mi «mellizo ontológico» no me da el poder de evitar lo malo que me pronostica? ¿Cuál es entonces la gracia o el chiste de que me lo anticipe?

O algo en nuestra simbiosis telepática nunca marchó bien, o mi yo oficial o titular no la ha sabido entender o traducir.

Y, bueno…aquí sigo, resignado a la próxima sorpresa y a mi enésimo intento de ganarle este ajedrez ultramundano al azar.

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