De la troja a la suite

Acabo de descubrir algo insólito.

En el mismo sitio de Bahía Culebra, Guanacaste, donde hace 63 años yo solía dormir en una troja cada vacación de febrero, hoy hay una suite que cuesta $37.200 la noche.

En otras palabras, donde hoy la Kardashian, Bill Gates, Madonna y Brad Pitt pasan sus días de solaz a todo trapo tomando Dom Pérignon con caviar, yo transcurría los míos a puro aguadulce en jarro de lata para bajarme las tanelas y rosquillas que parían aquellos hornos de barro de entonces.

Dos estilos, placeres y momentos extremos unidos hoy tan solo por el hilo de la suprema belleza natural del lugar.

Eran los tiempos en que, aún mocoso, yo salía al amanecer con un tío a caballo desde Comunidad, atravesábamos varias haciendas empezando por Las Trancas, todavía hoy allí con sus muros milenarios de piedra, y recalábamos horas después en los recodos más alucinantes de Papagayo.

Yo llegaba con las nalgas bien chimadas porque, tras de que no sabía montar, siempre me tocaban bestias «pasitroteras» de esas que lo hacen a uno rebotar contra la montura a cada zancada y durante toda la cabalgada.

La primera vez nos recibió en su casa Simón Jácamo, un hombre fibroso, reseco por el sol y delgado como un bejuco a quien al preguntarle qué era bueno para aliviar la chollazón de atrás, me respondió con una máxima: «Aquí el mar lo cura todo».

Le hice caso y, claro, al contacto de mis llagas con la sal, mi alarido fue sideral.

Como el de Simón era un familión para un rancho tan pequeño, a mí siempre me tocó dormir afuera en la troja, un galerón sobre horcones donde se guardaba el maíz del año para dicha y felicidad de las ratas que se lo comían, y de los alacranes que me picaban.

Allí la vida apenas floreaba.

Si tenías sed, había que irse guacal en mano al balde con agua de pozo, y si éste se secaba, pues a quitársela a punta de nísperos y caimitos.

Y si tenías hambre, había que desgranar el maíz de la mazorca para las tortillas, o bien perseguir la gallina por toda la península para el caldo y el arroz guacho.

Gracias a Sara, la esposa de Simón, a mí no me faltaban el arroz y los frijoles con huevos y fresco de mozote que me hacia para prevenir el chistate, como le llamaban los lugareños a la cistitis o ardor al orinar por culpa de la manteca de chancho, según decían.

En las noches me alumbraba con candil, bendecía el mosquitero y odiaba el escusado de hueco por temor a alguna culebra trasnochada o de safari por mi troja o cercanías.

No obstante tanta precariedad, cada año daba yo lo que fuera por estar allí ante esa imponente bahía arropada de azules, playas mansas, arenas blancas, aires tonificantes y noches plateadas en el suelo y lechosas en el cielo.

Por trillos entre la montaña uno se escapaba a otras playas, como Nacascolo, Jícaro, Blanca y Nacascolito, así como también a Huevos, Prieta e Iguanita, verdaderos oasis de paz, soledad y exuberancia.

Hasta que ocurrió lo impensable: el repentino choque planetario entre dos épocas, la primigenia de mis remembranzas, y la moderna de la civilización turística de hoteles, resorts, marinas y visitantes que vienen en aviones comerciales y privados desde todo el mundo.

Hará una semana volví a Culebra y ya nada era igual. Carrazos, yates, helicópteros, celebridades, lujo y excentricidad. Y retenes que le impiden al visitante «chonete» ir a la playa que quiere, a menos de que se someta a los protocolos de aquel enjambre hotelero.

Tanto así que ese día evoqué a mi yegua «pasitrotera», ampollas incluidas.

Porque donde yo me bañaba horas y remaba en una panga medio díscola, existe ahora un santuario de yates y magnates, cruceros, lanchas y «jetskis».

Y donde yo me comía la cuajada con tortilla, hay hoy turistas que pagan $6 mil por una cena opípara para cuatro.

Fortunas frescas a cambio de paz, privacidad y ensueño, privilegios de los que otrora yo disfrutaba a chorros al precio del tábano que me trababa o el tapachichi que me sobrevolaba.

Allí hay quienes ahora ni siquiera salen de sus villas, suites y mansiones porque tienen a su alrededor jardines, playas, gimnasio, vista, teatro, spa, área de fogata, pesca, grill, buena comida y mejores licores.

Un turista de billetera gorda que en el restaurante Papagayo pidió a la mesa una botella de champán de $2.100, se tomó dos copas, botó el resto y se fue a dormir su habitación.

Consciente de esto, la única vez que fui al Four Seasons a almorzar con Pilar y otra pareja, ni a palos acepté el Blue Label ni los vinos que me ofrecían a precios dignos solo de Jeff Bezos o Warren Buffett.

Creyendo que me iría mejor, me puse folclórico y pedí un «mechazo» sencillo de guaro sin imaginar que me costaría ₡15 mil de aquel entonces, equivalentes a tres litros de Cacique comprados en la calle.

Me salvé más bien de que me lo sirvieran sin boca y sin limón para amortiguar el «raspe» y el «carraspe».

Así es todo allí con esos potentados, acaudalados y «socialités» para los que el dinero es una llave abierta inagotable.

Un niño, estando en la tienda de uno de esos resorts, quebró una escultura de $3 mil y la mamá, notificada del incidente, lejos de inmutarse y reprender al hijo, sacó su tarjeta y caso cerrado.

Otros famosos, más aventureros, contratan tours por la bahía en camionetas privadas Mercedes Benz Sprinter y yates de lujo, o bien para visitar otros emporios turísticos del país en jets y helicópteros exclusivos.

El desfile de celebridades es ahí todo un caleidoscopio de humores y caprichos, desde el más ostentoso y desmesurado hasta el de más bajo perfil e incluso altruista,

Michael Schumacher llegó cortando y capando con siete guardaespaldas y tres limusinas Jaguar.

Las Kardashian se atrincheraron en Villa Mansú con 12 habitaciones para 15 personas entre mayordomos, meseros, manjares y bebidas al costo de $40 mil la noche.

Y la cantante Pink cerró el hotel el día de su boda solo para ella e invitados.

Otros, más generosos, donan recursos a escuelitas del lugar y pagan jugosas propinas, de hasta $1.500 a saloneros, meseros y conserjes cuyo servicio y discreción valen oro pues, así tengan a su lado a Cindy Crawford o Irina Shayk en sus hilos, no pueden mirarlas ni pedirles autógrafos.

Y bueno, ubicadas al final de la península, las tres divinas casas del olimpo: de las Olas, del Sol y del Viento con la mejor vista hacia los cuatro puntos cardinales del golfo a $37.200 la noche cada una, lo que a mí apenas me costaba un ataque de purrujas al atardecer.

No obstante, en medio de tanta ostentación, refinamiento y fasto, la gran falla de los desarrolladores turísticos fue, a mi gusto, no haber dejado intacta aquella troja, bichos incluidos, pero no cobrados.

Perfecto para meterle un poco de candela a la sublime y reparadora estancia de tan atildados visitantes.

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