El papa y yo
Desde que llegué a su sala de audiencias en el Vaticano, le noté algo raro al papa Juan Pablo II.
Alguien tan afable, jovial y risueño como él, esa mañana de mayo de 1987 se veía extraño, inquieto… no sé.
¿Qué podría indisponer o molestar a un profeta de la paz de su investidura?
Yo miraba alrededor tratando de descubrir la razón de aquel desasosiego suyo, pero no la encontraba por ninguna parte.
Eché un vistazo al cielo vaticano, y todo, incluyendo ángeles y arcángeles siempre tan quisquillosos del orden divino, lucía tranquilo y en calma.
El resto de la pléyade, desde santos hasta mártires, se mantenían firmes en sus puestos de siempre sin peligro de que alguno se sublevara.
Hice también un barrido visual por los demás predios sagrados del recinto papal, famoso por los símbolos ofídicos que le rodean, y hasta su gran serpiente misteriosa parecía dormitar.
Hasta pensé en la posibilidad de algún espíritu descarriado suelto, de esos que solo los papas pueden visualizar, pero tampoco andaba por ahí la procesión.
Entretanto, el santo padre seguía igual: impaciente, ansioso, extraño.
Aquí los ticos diríamos que con «pica pica» o «abejón en el buche».
Tanto que por un instante creí que, por la forma como sacudía el brazo, la manga de la túnica le quedaría algo ajustada debido a alguna pifia de sus santos costureros.
Se me ocurrió incluso que, a la larga, se habría colado por ahí algún pecado de esos «marca diablo» a perturbar la sacra atmósfera del lugar.
Pero al fijarme en las personas que hacían fila para saludarlo, no llegue a ver a ninguna dama tentando a la imaginación.
Los escotes, sobrios; las enaguas, por debajo de la rodilla; los talles, holgaditos; y las espaldas, bien cubiertas, incluso algunas con mantillas.
De pronto, se me encendió la chispa al observar que lo que parecía tener el papa eran calambres en el brazo derecho.
Lástima, me dije, porque el gran remedio para eso es tomarse un «gin tonic» bien copetón, por aquello de la quinina, pero no era el momento idóneo de recomendárselo y menos de servírselo.
Sin embargo, al fijarme con más detalle, pude descubrir que lo que al papa le estaba molestando horrores era que le besaran el anillo.
Cada vez que alguien se le hincaba al frente para hacerlo, él sacudía la mano y el brazo con fuerza como espantando el beso.
Peor aún, había algunos que hasta se sostenían de su mano para no perder el equilibrio, pero él se las zafaba de inmediato.
Parece que alguien del grupo diplomático que le visitaba ese día había propalado la especie de que al papa solo se le podía saludar hincándose y besándole el anillo.
De ahí que uno tras otro le chupetearan el anillo como creyendo que con ello redimirían todos sus pecados por los siglos de los siglos.
Y, la verdad, el hecho de que a esa joya se le conozca como el «anillo del pescador» no les da a los fieles ninguna libertad de dejárselo apestando a bacalao.
Por eso me llamó la atención, hace poco, que el actual papa Francisco, oficiando un acto religioso en Loreto, Italia, le retirara bruscamente la mano a quien pretendía besarle el anillo.
Tenía razón por lo altamente contagioso que puede resultar ese ritual para todos los devotos.
Por eso, cuando me tocó a mí saludar a Juan Pablo II, hice lo que desde el principio ya tenía claro: darle la mano como se la doy a cualquier persona, es decir, de pie, chocándola y socándola.
Claro, sin sobrepasarme al estilo «rockero» que se saludan a puros toques, puños, dedos, palmas y señas, arriba, al medio y abajo.
De modo que, al ver el papa mi mano abierta y extendida, de inmediato me tendió la suya de manera similar con una sonrisa de gratitud.
Para mi sorpresa, en el instante de darnos la mano, él se sintió tan halagado de que le saludara de esa forma que levantó el pulgar de su otra mano en señal de «pura vida», como si fuéramos viejos «compas».
Estaba tan agradecido conmigo que en vez de uno me regaló, ahí mismo, dos rosarios.
Aunque luego me dejó pensando si más bien no sería que me vio cara de que los estaba necesitando con urgencia para empezar a saldar mis cuentas en rojo con el más allá.