Ahí viene «Tetas»

Ya lo habíamos visto. Estaba cerca, como a 50 metros. Venía como siempre, tocando puertas y voceando de casa en casa su «romero y manzanilla».

Cada uno de nosotros ocupó entonces su posición estratégica dentro del escondite y esperamos a que se acercara más con sus ramitos de yerba que vendía en mi barrio.

A la cuenta de tres, todos en coro le gritaríamos el apodo.

La cantina American Bar era nuestra trinchera preferida. Un buen sitio para ocultarse y salir huyendo. Tenía varios salones oscuritos para las parejas de la noche y tres puertas para escapar. Pero como era de día y estaban vacíos, podíamos parapetarnos bajo las mesas, los mostradores y las mamparas.

Él era de mediana estatura, pelo acolochadito, delgadón y moreno, pero con un genio de los diablos que era lo que más nos encantaba.

No hablaba con nadie. Lo único que hacía era pregonar con cierta voz de falsete su «romero y manzanilla» a la espera de que las amas de casa salieran de sus casas a comprarle.

Su voceo era el canto de media mañana en mi cuadra de Don Bosco, inconfundible por sus gorjeos y florituras.

Sonaba algo así como «romeeeeero y manzaniiiiilla», con las eeee y las iiiii en falsete y tono ondulante.

El grueso de la mercancía la andaba en una bolsa que colgaba de su hombro, y el resto, unos seis ramitos de ambas yerbas, los publicitaba en la mano, orgulloso siempre de su calidad.

Le iba tan bien en el negocio que había días que todo lo vendía en un santiamén.

Todos en el barrio lo conocíamos por «Tetas», sobrenombre cuyo origen nunca supimos, como tampoco su nombre de pila, hasta el punto de que ni las amas de casa sabían cómo llamarlo a la hora de comprarle el producto.

Todo empezó el día en que una de ellas, doña Jovita, me pidió el favor de llamarle al «señor del romero y la manzanilla» a quien por encontrarse algo distante había que gritarle.

Ella y yo ya le hacíamos toda suerte de señas a ver si volvía a ver, pero nada, y como se alejaba cada vez más, me pareció de lo más natural llamarlo a grito pelado por su apodo:

¡Teeeeeeeetas!

Ni para qué lo hice. Se dejó venir como un miura a todo meter bufando tales palabrotas e improperios que salí escotonado a esconderme en el American Bar.

Aunque era una cantina, a la barra de carajillos nos encantaba frecuentarla sobre todo cuando el cocinero preparaba un ollón de macarrones bien sopeados en salsa de tomate para servirlos, más tarde, de boca, pero que a nosotros nos vendía a cualquier hora a peseta el tazón. ¡Ah tiempos!

Lo que más le debe haber disgustado a él es que ese ¡Teeeeeeeetas! retumbara por todo el barrio y llamara la atención de transeúntes y vecinos que en ese momento hacían fila con sus ollas y picheles para comprarle la leche y el hielo al carretonero.

La cosa fue que, a partir de ese momento, tras contarle a mis amigos lo que me había sucedido, nunca más dejamos a «Tetas» en paz y, no bien llegaba al barrio, nos afinábamos el galillo para gritárselo en coro a la cuenta de tres.

Lo que en realidad más nos provocaba a todos con esta broma era picarlo para que se rajara con su magistral retahíla de malacrianzas de modo que no le quedara una sola dentro del buche.

No solo eran muchas, sino que las hilvanaba a toda velocidad sin trabarse ni equivocarse y en una sola respiración mientras nos perseguía a toda carrera.

Ese día, tras verlo avanzar por la acera anunciando a viva voz su «romero y manzanilla», todos, a la una, a las dos y a las tres, le gritamos al unísono:

«Teeeeeeeetas».

Al instante giró como un trompo y se nos vino encima como ciclón bíblico con su desabrida letanía:

«tetaslasdetuabuelajueputasmalparidoscomemierdaslesvoyaromperelhocicosartademariconespendejoshuelepedosdesumadrecarep …».

Y como ahí mismo soltábamos la carcajada, se ponía peor y nos dedicaba un buen reprís con nuevas perlas:

«vagabundoscomemierdasmecagoenelcoñodegalileobusquencuraqueseloscojaquemellevanlosdemonios…»

Cuando terminaba, nosotros ya estábamos a prudente distancia viéndolo mandar manotazos del chichón con el romero y la manzanilla ya desramados.

Como por aquellos años nuestras mamás nos restregaban un chile bien picante en la boca si decíamos malas palabras, escuchar a «Tetas» decirlas de esa manera era todo un placer.

Y como también nos obligaban a confesarlas antes de comulgar, con voz avergonzada uno llegaba todo tímido y le decía al padre «me acuso de haber dicho malas palabras», sin entrar en detalles, por supuesto.

Hasta el día en que el padre Vitamina (así le decíamos), que era más «pinta» que cura, me preguntó que cuáles eran esas palabras y yo le repetí las mismas de «Tetas», nuestro maestro de la calle.

Se hizo tal silencio sepulcral en el confesionario que yo juré que el sacerdote saldría de este como lengua de fuego a excomulgarme ahí mismo y para siempre.

Pero una de dos: o le habían gustado las palabrotas y estaba esperando a que le dijera más, o estaría partido de la risa esperando recomponerse para echarme el amén o el agua bendita.

La cosa fue que, como al minuto de silencio me mandó, entre carraspeos y tosecitas, una penitencia bastante laxa como para no defraudar los códigos del Señor.

La broma a «Tetas» subía de tono cuando, aprovechando el instante en que él estaba haciendo una venta, le volvíamos a gritar «Teeeeeeeeeetas» de modo que no pudiera reaccionar con sus maldiciones por respeto a la señora.

Era tal su enojo que nosotros veíamos cómo él se iba poniendo colorado e hinchándose del montón de obscenidades que se le iban acumulando a la espera de acabar la venta para explotar.

Entonces, cuando veíamos que ya le iban a pagar o él a dar el vuelto, salíamos soplados para no darle chance de rajarse y que se cocinara en sus propios infiernos.

Nos buscaba desesperado por toda parte. Entraba a la verdulería, y nada; adonde doña Socorro, la tortillera (sin eufemismos), y tampoco; a la pulpería de don Jaime, famoso por cortar el salchichón con la uña del dedo gordo, cero; a la farmacia, a la carbonera…

Se paseaba por la acera con tal torozón de vulgaridades en el güecho que ya ni podía vocear bien su «romeeeero y manzaniiiiilla» porque el sonido le salía como pitido de asmático.

Los de la «pandilla» llegamos a pensar que, entre broma y broma, lo que le hacíamos le servía de terapia para desahogar alguna otra pena ajena atorada entre pecho y espalda.

Lo descubrimos la vez que nos sentamos en el cordón del caño a esperar a que pasara e ignorarlo.

¡Había que ver a ese hombre! Se paseaba como tigre enjaulado delante de nosotros para que le dijéramos «Teeeeetas» y soltarnos todos los sapos, pero no le dábamos gusto. Seguíamos en otra cosa.

Pasaba una y otra vez enjachándonos y con sus blasfemias a flor de boca, incluso cuando ya podía haberse ido para su casa por haber vendido todo.

Al final, resignado, cogía el bus de Sabana-Cementerio y apenas veíamos que este se ponía en marcha, le soltábamos un largo y sonoro «Teeeeetas».

¡Lo vieran! Como el chofer no lo dejaba apearse, lo veíamos alejarse con la «jupa» y los brazos fuera de la ventana sacando su colección de malas señas y vociferando desaforado:

«jueputasdesvergonzadoscobardesmelasvanapagarvenganparapatearleslasbolasmujercitashijosdelucifermantenidosarrastradossuabuela en calzones…»

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