Seducción Caribe
Ella nunca me lo dijo.
Lo supe cuando cayó rendida para siempre ante la magia sobrenatural de nuestro Caribe Sur.
Como antropóloga, Belinda, una francesa menudita de rostro iluminado, vino al país con la misión de descifrar el insólito poder de atracción de esa gema atlántica.
Parte de la culpa fue mía por todo lo que le contaba acerca de esa región para entusiasmarla y que viniera algún día a desvelar el enigma de su encanto.
Yo le decía que de Cahuita a Manzanillo a uno le atrapa una suerte de alquimia mística que le revuelca el ser y lo transforma.
Que le enciende el ánimo con tal energía liberadora que ya luego nada le importa, como si delirara.
Otro mundo, otra dimensión… Ni siquiera un territorio. Más bien un estado de sublimación.
En tu hipnosis –le decía a ella–, llegás a la conclusión de que la vida debió de ser así desde el principio de los tiempos, sin nada alrededor perturbándote; ni el estrés, ni las tasas de interés, ni las prisas, ni la firma del contrato.
Todo al diablo: los protocolos, las convenciones sociales, las etiquetas, las ceremonias, los egos.
Y dicho y hecho, no bien puso un pie allí por primera vez, Belinda sintió que se le abrían todos los cielos de par en par.
Ningún lugar del mundo de los que recorrió por años como académica la subyugó tanto como el humus alucinante de ese paraje tropical.
A tal punto que más allá de sus herramientas metodológicas, el mejor instrumento para desvelar el misterio Caribe lo sentía dentro de ella misma, ahí en los socavones del instinto.
Cada día de la semana que programó para su investigación, se sumergía en las charcas primigenias de la jungla para desentrañar el secreto de esas costas purificadoras.
Por las tardes, a la hora del crespúsculo, aparecía de repente por donde yo menos me la esperaba y me compartía su veredicto del día.
«Hoy comprobé –me dijo la primera vez– que una de las causas del intenso magnetismo de este lugar es la simbiosis orgánica entre la selva y el mar».
«De ese encuentro –me explicaba– mana la paz relajante que nos secuestra y narcotiza».
Al día siguiente me la encontré tomando notas sobre un tronco a la vera de la playa en Puerto Viejo y me puso al tanto de su segundo hallazgo.
«A la de ayer tenemos que agregar otra razón que se encadena al porqué del encantamiento de este lugar: el ‘batido ambiental’, por llamarlo de algún modo, entre los arrecifes coralinos, las arenas blancas y las radiaciones tectónicas del subsuelo».
Según ella, esta condición privilegiada «se remonta a la confluencia de fuerzas cósmicas con el efecto Pangea del planeta cuando hace 600 millones de años todo esto era mar».
Al otro día, caminamos yendo y viniendo sobre Playa Chiquita donde, algo pensativa y lejana, me comentó la tercera causa de la supremacía natural del Caribe Sur.
«He descubierto hoy algo excitante de este edén: la conjura, todavía llameante, entre sus dioses aborígenes y sus dioses africanos».
«Sus rituales –me describió con lujo de detalles– crean una aura permanente y contagiosa de superstición con bailes, hechizos y exclamaciones que enfebrecen de lujuria a habitantes y visitantes».
El cuarto día, Belinda no apareció. Ni el quinto ni el sexto.
No obstante, yo seguí yendo por las tardes a los mismos sitios adonde nos solíamos ver, pero ni llegó ni nadie me supo dar razón de ella.
Cuando les pedí ayuda a unas europeas dueñas de negocios ahí, entre ellas se volvieron a ver y se sonrieron.
«Ni la busque –me dijo una alemana de pelo rubio revuelto y ligera de ropas–. Vine de paseo hace 25 años y de aquí nadie me saca».
«Yo, igual –terció la italiana, con rostro de belleza antigua–. Aquí una se libera y se siente plena y feliz sin que nadie te moleste ni te diga lo que tenés que hacer y cómo».
Bien animadas, cada una intercalaba sus impresiones sobre su vida y momento.
«En Alemania la sociedad te obliga a ser número uno en todo: ropa, coches, fiestas, novios, modales, apartamentos…».
Y suspira: «Aquí vivo con dos shorts y tres blusas, nunca me maquillo, ando descalza, canto sola por la calle… y el mar y el bosque me aman».
«Ni perdás el tiempo –remató, jubilosa, la italiana–; podría jurar que tu amiga también se liberó. Me alegro por ella. Bienvenida a nuestra cofradía».
La noche del sétimo día, víspera de regresarme a la capital, Puerto Viejo era una oda al dios Baco a reventar de turistas y lugareños que celebraban el fin de semana como si fuera el fin del mundo.
Todas las músicas de todos los bares sonaban al unísono. Enredadas entre la mescolanza de cumbias, calipsos y «reggaes», las parejas que bailaban no bailaban; se estrangulaban.
Bullicio, colorido, delirio, sensualidad, pasión.
Hasta el mar parecía recular ante este reflujo hedonista de sudor y raza.
De repente, alguien me tocó por la espalda y me sobresalté.
Al instante cruzó por mi mente la imagen de Belinda. Sí, ella. Por fin. A salvo. Querrá contarme la cuarta causa del poder magnético de este lugar.
Era la alemana del día anterior. «Venga conmigo», me ordenó.
La seguí hasta uno de los refuegos donde ya el aire no era aire sino fermento y, tras hacerme un gesto con la cabeza, me preguntó: «¿Es aquella tu amiga?».
Me costó reconocerla. Bailaba entre la incandescencia de un negro inverosímil que la doblaba en tamaño.
A no dudarlo, la cuarta causa de la seducción Caribe que ya ella no pudo revelarme.
Nunca más la volví a ver.
Me lo dijo un chamán: cuando ellas se mimetizan entre el embrujo Caribe, bien pueden ser cualquier cosa: la ola que enciende las noches, la flor que aplastás con el pie sin darte cuenta, o el talismán que te enamora para siempre de este lugar.