La apuesta de la muerte

Sentados en el cordón del caño, mis tres amigos y yo, a escondidas de nuestros padres, pactamos esa tarde de 1957 la apuesta de la muerte.

El monto en juego serían dos colones, toda una fortuna en aquella época, que logramos colectar de nuestra mesada semanal poniendo cada uno 50 centavos.

Si con esa cantidad uno se compraba un granizado de a peseta, un «gato» en ¢0.15 y un cartucho de gofio en ¢0,10, con dos colones se sentía Rockefeller.

La insólita apuesta consistía en atravesar de lado a lado, a medianoche, solo y caminando, el túnel subterráneo de nichos mortuorios del cementerio General, algo que nunca antes nadie había hecho.

Como vivíamos en la frontera entre la vida y la muerte, a la altura de la avenida 10, se nos ocurrió que, así como los espantos alteraban durante las madrugadas nuestro espacio soberano, y de paso nuestro sistema nervioso, hiciéramos lo mismo con ellos.

Porque las carreras que nos hacían pegar la sombra blanca de una mujer en traje de novia, el niño sin cabeza que se nos atravesaba de repente en la acera y la presencia invisible de alguien caminando a nuestro lado, eran cosa de cada santa noche.

Más que un sentimiento revanchista, nos movía uno de aventura por lo escalofriante del reto; otro de vanidad para medir nuestra hombría sepulcral y, por supuesto, el monetario para ganarnos las dos «cañitas».

Para nosotros, traspasar ese umbral del pánico sería todo un hito que nos pondría a los vivos de tú a tú con los muertos en cuanto a equilibrios de poder y estatus cardiaco.

Además, sabíamos que al día siguiente se hablaría de nuestra hazaña por todo el barrio Don Bosco, donde vivíamos, con el plus de que quien ganara la apuesta se ganaba también la admiración de las chicas de la vecindad.

Así era mi vida en esa franja limítrofe donde nací y crecí amamantado por las creencias de las abuelas, aunque también castigado por ellas cuando las usaban para asustarme si me portaba mal.

Y sin escapatoria posible, porque si uno salía soplado para que no lo fuetearan, de su arsenal agorero la abuela sacaba a relucir alguna de sus sentencias míticas: «Si huís, la tierra se abrirá y te tragará».

Era la Costa Rica de los dichos, mitos y leyendas, hoy en extinción.

«Hijo, el fin del mundo empezará por el este cuando el arcángel Gabriel baje con su trompeta anunciando el juicio final» –solían decirnos.

Desde que lo escuché la primera vez, nunca más dejé de mirar hacia el este, horrorizado del instante en que se abrieran los cielos y bajara, látigo en mano, la Santísima Trinidad, o quien fuera, a revisar «el debe y el haber» de mi existencia.

Y hasta la fecha porque, para rematar, me vine al este, a Tres Ríos, a vivir debajo del juicio final donde, a juzgar por los rayos y diluvios de este año, no debemos de estar muy lejos ya de la divina trompeta.

Mi barrio de infancia era una línea limítrofe excitante pese a estar delimitada, al sur, por los muertos; al norte, por los padres salesianos; al oeste, por las monjas auxiliadoras y, al este, por el juicio final.

Todo un mercado persa de energías divinas, humanas, satánicas y espectrales adonde los espíritus confluían cada noche a tranzar, socializar y cotizarse en la bolsa de la superstición y el esoterismo.

De allí provengo, de ese teatro de la ficción de la que estamos hechos desde la noche de los tiempos y que, muy especialmente, se encarnó en las colindancias de mi vecindario natal.

Porque ¿qué pasa cuando uno se cría frente a una plaza de fútbol? Juega fútbol.

¿Qué pasa cuando uno se cría frente al mar?

Juega de barquitos.

¿Y qué pasa cuando, como yo, uno nace frente a un cementerio? Juega de panteoncito.

Por eso, en mi barrio los niños solíamos matar con «flix» a las cucarachas, echarlas en una caja de fósforos, hacerles una cruz con los palitos y darles cristiana sepultura con responsos, epitafio y llorada.

Así las cosas, los cuatro amigos nos fuimos a la casa de uno de ellos, Pipe, a esperar la medianoche entre rosquillas y aguadulce para luego saltar la tapia del cementerio y caminar con rumbo sur hacia las catacumbas.

Como íbamos juntos, al principio nos acompañábamos entre todos, pero era notorio que, a cada paso, con la adrenalina se nos subían también las pulsaciones, la ansiedad y el «tabaquillo».

A pesar de haber anticipado un plan de huida en caso de emergencia, conforme nos aproximábamos a la caverna el chance de escapar a la persecución de un muerto, fantasma o visión espeluznante se reducía a cero.

La distancia no solo era mucha, casi de cien metros, sino que mientras uno tenía que correr sorteando bóvedas, setos, mausoleos, floreros, cruces y estatuas, el bicho de ultratumba sencillamente traspasaba todo en línea recta.

Al llegar a la entrada de la enorme fosa bajo tierra, a todos, menos a Pipe, nos entró canillera. Por ser hijo de panteonero, él era el más «gato» en esas lides, aunque no sabíamos hasta adónde le llegaba la «felinidad».

El lugar no solo era tenebroso, sino que la noche lo empeoraba aún más con sus lenguas de frío glacial y ese viento, siempre cómplice, con su magistral sinfonía de ánimas en pena.

Como era de esperar, Pipe se ofreció de primero a descender las gradas, entrar en la caverna, recorrerla a lo largo entre cadáveres, nichos abiertos, osamentas y telarañas y llegar, 60 metros después, al otro extremo.

Y eso los demás no lo podíamos permitir.

Sin embargo, el dilema entre el horror que sentíamos y los dos colones que perderíamos, nos puso en aprietos. Por pura conveniencia quisimos disuadir a Pipe de esta siniestra ocurrencia nuestra, pero fue en vano. ¡Él quería ganarse los dos colones!

En realidad, se nos había ocurrido invitarlo por una simple razón estratégica al ser el único que podía espantar a los muertos.

Era tan feo el pobre que, sin que lo supiera, lo convertimos en la «joya de la corona» de este safari nuestro por el inframundo.

Resignados a nuestra derrota, le vimos bajar las gradas con su foco encendido, llegar a la boca del túnel subterráneo y comenzar a caminar con paso lento y calculado hacia el otro lado sin despegar el ojo, por si acaso, de los muertos a su alrededor.

Afuera, desde las ventilas de los tragaluces, podíamos escuchar dentro del túnel los ayes de dolor, las plegarias sin dueño y las voces de sopranos desgalilladas de los cuentos de nuestras abuelas.

Además, ese olor a flores marchitas. Y esa sensación a eternidad dormida.

Con gran desconsuelo, veíamos a Pipe avanzar. Caminaba tenso, muy tenso, y casi de puntillas sobre aquella pasarela de la muerte, como modelándole su arrojo y coraje a la yerta concurrencia.

Con tan buena suerte para nosotros que Oli, otro de los compañeros, se iluminó al ver tirada en el jardín una lata vacía de leche Klim de la que por esa época se consumía mucho en el país.

Cuando Pipe se encontraba a mitad de camino, Oli se agachó por debajo del alero del tragaluz, metió la cabeza por la ventila, se asomó hacia abajo y dejó caer el tarro al vacío calculando unos cinco metros por delante de la luz de la linterna, lo único que podíamos ver.

Nunca supimos que fue peor; si el estruendo apocalíptico de ecos y resonancias que detonó y se embolsó dentro de aquella cripta, o el largo y macabro alarido de Pipe al recular.

Solo supimos que cada quien salió en estampida por cuenta propia y rumbo ignorado, y que a Pipe nunca más se le volvió a ver en el barrio.

Por esto y más, me declaro hijo de la Costa Rica gobernada por la magia, la fábula y la fantasía.

Mucho más entretenida y barata que la gobernada por la política, donde asustan más.

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