La frontera perdida

Fui en estos días a Bahía Salinas atraído por su belleza natural, pero lo que vi esa mañana en el puesto fronterizo de Conventillos me desacomodó todos los fierros del ser.

Pocos lugares te dan una bienvenida tan espectacular como La Cruz, Guanacaste, cuya vista, acunada entre arenas rubias y aguas turquesa, de inmediato te esclaviza.

Te esclaviza y te libera porque ante esas costas de playas solitarias, mares vírgenes y cielos voluptuosos es imposible no desbrujularte en medio de tanta seducción.

Sin embargo, ante la singular escena que me encontré en Conventillos, de repente me vine a pique desde mi nube de éxtasis hasta lo más mundano y profano.

Del lado de Costa Rica, una casita con olor a café recién chorreado, la gallina escarbando, la ropa al sol, el chunchero en desorden y un guardia que salió con su perro canelo a recibirme.

El oficial, amigable y conversador, parecía celebrar que alguien por fin hubiera llegado a su remotidad. Me saludó con tamaña sonrisa, al igual que su perrillo que, tras olisquearme sin detectar nada apetecible, se enroscó de nuevo en el zacatal.

Otro guardia, el segundo de a bordo, dormía como un bendito su turno de descanso en un puesto cuya función se limita a pelar el ojo ante eventuales afluencias migratorias no agendadas.

Del lado de Nicaragua, un búnker inexpugnable solapado entre las sombras y los silencios propios de lo siniestro, ese espectro que nunca dice nada y lo dice todo.

Y en medio de ambos puestos, la larga alambrada de púas contaminando con grosería visual y ambiental la naturaleza libre y diáfana de la bahía con su escolta de ojos soñándola.

Alisto mi cámara para tomar varias fotos de la fortaleza, mido y apunto hacia el objetivo y, cuando voy a darle clic, el oficial tico me previene:

–A los del otro lado eso no les gusta.

–Pero estoy en mi país –le recordé.

–Al menos procure no tomarlos a ellos –sugirió.

De repente, cinco militares nicaragüenses uniformados hasta el copete salieron de la nada con sus armas y caras de pocos amigos disuadiéndome de cualquier intento mío por capturar imágenes suyas.

Con ellos allí, la atmósfera se volvió densa y tensa. Se desplazaban cerca de la alambrada sin perderme de vista, como recordándome que en un eventual duelo entre los disparos de mi camarita y los de sus metralletas, no quedaría de mí ni la cédula.

Algo resignado, pero nada convencido, me senté sobre una piedra a tratar de rumiar, pero sobre todo entender, cómo una alambrada flaca, floja y desdentada podía simbolizar con tanto poder, de un milímetro al siguiente, mundos tan antagónicos como la tiranía y la democracia.

Al ser humano siempre se le ha hecho un colocho existencial aceptar que, muy por encima de su pequeñez, la belleza natural es soberana e inmaculada y que, como fuente de inspiración y paz que es, dividirla con fusiles o ametralladoras es una aberración.

Por momentos, me provocaba acercármeles a aquellos carajos y decirles:

«Muchachos ¿no les gustaría relajarse un poco, poner abajo esas armas, quitarse de encima todo ese tilichero militar, andar ropa ventilada, sonreír, respirar este paisaje y liberarse?».

No sé cómo se lo hubieran tomado, pero igual, yo seguiría mascullando:

«¿De qué se cuidan tanto? Aquí de mi lado no hay bombas, misiles, ni drones artillados. Aquí lo que tenemos es… vean: un guardia risueño, otro roncando, una gallina curiosa y un perro traspuesto. ¿A qué le temen entonces?».

Me mirarían sin saber si ignorarme o fusilarme, pero yo, irreductible, continuaría mi cháchara:

«Qué maravilloso, muchachos, que en vez de una guardia o ejército con riflones, granadas, lanzacohetes, morteros, pistolas y subametralladoras como el de ustedes, marchara por aquí un ejército de turistas con tablas de surf, kayacs, esquís, snorkel, buceo, vela y sombrillas de playa».

Siento que, por su infinita belleza, el lugar sería ideal para abrir un corredor turístico entre La Cruz y San Juan del Sur, vía Conventillos, sin tener que someter al visitante, que busca paz, solaz y diversión, a la presencia macabra de las armas y poses matonescas.

La cosa es que estaba yo en esos devaneos, frustrado ante aquella truculencia bélica, cuando sin mucho trámite veo al canelo que se levanta y despereza, camina medio destartalado hacia una esquina de la alambrada, se agacha, entra del lado de Nicaragua, avanza hacia el búnker, se encorva y… se «alivia».

Toda una lección de vida en nombre del mundo animal que va y viene sin fronteras extrañado más bien de las jaulas mentales del reino humanoide.

Luego, tras otear un poco el entorno y hociquear algo entre las hojas, el canelo regresa a nuestro lado, me lanza de soslayo una mirada cómplice y, después de un par de vueltas, se echa bajo una banca de madera a seguir dormitando.

¡Carajo: ese mae resolvió en una pujada lo que yo no pude en toda una hablada!

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