Escapado, rematado y mal portado
Todos lo sabemos, pero por discreción y modestia nunca lo decimos y menos nos ufanamos.
El nombre con el que los conquistadores españoles bautizaron a nuestro país es el más sexi del mundo.
El solo hecho de verlo escrito, escucharlo, pronunciarlo y llenarse la boca de él, sabe, seduce y nos encumbra el ego patrio: ¡Costa Rica!
Nació de la prosaica razón o visión del propio navegante Colón deslumbrado, no bien plantar su pie en nuestro caribe primitivo, por el oro macizo de los nativos.
Me lo puedo imaginar descompuesto entre las princesas indígenas ante el brillo de sus collares, pendientes y colgantes, así como de las figuras, discos y pectorales que lucían los chamanes a todo tórax.
¡Cuánta de esa riqueza nuestra no acabó, tras ser fundida, decorando palacios, joyería, pedrería e indumentaria de la realeza española!
Más allá de eso, sin embargo, nuestro nombre rezuma poesía en esas dos simples palabras que, al fundirse como aquellos oros prístinos, producen una onda expansiva que nos hace delirar a lo largo de esta costa de azules iridiscentes: mar y cielo
Un nombre que encarna y a la vez evoca la esencia de nuestra naturaleza ubérrima, pródiga en paisajes alucinantes, primaveral y célebre por su biodiversidad.
Donde en medio de nuestra pequeñez geográfica podemos abrazar con fuerza al país entero, del Atlántico al Pacífico, y sentir de paso el aliento de sus selvas, bosques, ríos, volcanes y llanuras.
Con ese sol irreverente que discurre sobre esas tierras y aguas costeras encendiendo siempre nuestra chispa bullanguera, bohemia y romántica.
En un ambiente horneado para vivir tumbados en sus arenas a la sombra de almendros y palmeras o en el mar sereno bajo sus mantos turquesa.
Porque cuando se vive en una costa así de rica y exótica, hasta trabajar es un pecado, un acto sacrílego y, aún peor, un delito contra natura que más bien nos excita y contagia de sus alegrías y desenfrenos tropicales.
Todo un llamado sobrenatural al éxtasis que, como ticos hasta la médula, estamos siempre en primera línea listos para disfrutar con absoluta fidelidad y pasión.
Por si fuera poco, seguidos por los millones de turistas de todo el mundo que año con año recalan aquí hechizados por el nombre «Costa Rica» que lo dice todo, lo abarca todo y lo embruja todo.
Así las cosas, debo confesarles hoy que, a tono con ese imperativo categórico de nuestra idiosincrasia veranera y genética parrandera, esta semana ando suelto y mal portado embriagándome de doce de las más exquisitas playas entre Santa Cruz y Nicoya.
Junquillal, Blanca, Lagarto, Sanjuanillo, Ostional, Nosara, Pelada, Guiones, Barrigona, Barco Quebrado, Sámara y Carrillo, cada una con sus misterios bajo las rubias arenas y aguas transparentes sobre las que he venido a revolcarme y chapalear.
Por eso, queridos lectores, en vez de columna les envío desde acá esta sentida disculpa por haberme escapado sin su permiso a estos sitios que, a no dudarlo, son la parte más rica y jacarandosa de nuestra costa.
En el sentido más rajado y relajado de la palabra.
Y, bueno, si las resacas (la del mar y la del enfieste) no me maltratan o revuelcan, el próximo sábado estaré aquí de nuevo para contarles sobre mi eterna errancia a través de todas las playas de Costa Rica en busca de la diosa de sus arenas.