El destino inesperado de una idea loquísima

Todo empezó hace seis meses como una ocurrencia de mi cuñado, Máximo Cisneros.

De esas que surgen al calor de un café, almuerzo o conversación informal y que, por lo general, con nada se disipan y chao.

Pero algo diferente ocurrió esta vez porque ese chispazo suyo, lejos de ser fugaz, se propagó como fuego en un pastizal.

Sobre todo, a partir del instante en que él difunde su idea, audaz, atrevida y retadora, en su chat de familia.

Una familia de nueve hermanos –Pilar mi esposa entre ellos–, quienes, al acoger la inquietud con especial atención, esta escaló rápido al nivel de proyecto.

Una familia dividida geográficamente, aunque nunca sentimentalmente, desde el golpe de Estado perpetrado contra el Perú por el dictador Juan Velasco Alvarado en 1968.

Tras conversarse entre ellos a través del chat, la iniciativa original fue abriéndose paso hasta convertirse en prioridad.

Pero más allá de eso, en un pacto entre hermanos para ejecutar la iniciativa sí o sí.

Con cada uno de ellos, desde sus respectivos países, incubándola, amasándola y madurándola para lograr su mejor versión posible.

Gracias, entre otras cosas, a que tenía los tres elementos esenciales para crecer saludable y hacerse realidad:

La vitalidad hercúlea de los Cisneros, su gran poder de decisión y una manifiesta sensibilidad social.

De tal modo que, el chat familiar de ocho pasó a ser de 25 entre hijos, nietos, primos y sobrinos, Espinozas incluidos, tanto de Perú como de Costa Rica.

Un chat viral desde el principio con mensajes a toda hora sobre cómo cuajar la ocurrencia, que ya era desafío, de la mejor manera posible.

¿Qué se necesitaba para concretarla? ¿Cuánto costaba? ¿Cómo se haría? ¿Quién la realizaría? Y ¿quién la pagaría?, eran preguntas que orbitaban entre todos antes de dar el primer paso.

Todo un revuelo.

Si bien unos opinaban, otros sugerían y no pocos decidían, lo más importante fue que todos destilaban ganas, alegría, arrojo y solidaridad.

Una idea loca que se había vuelto fantástica por el gran valor humano que entrañaba.

Y que tendría como principal escenario un pueblito de Guanacaste hasta donde los Cisneros de Perú tendrían que desplazarse para unirse a los de aquí y poner manos a la obra.

Así las cosas, la semana antepasada los 25 voluntarios, atrapados por el reto que ahora era compromiso, se juntaron finalmente en el pueblito de Artola, Sardinal de Carrillo, Guanacaste.

Donde la idea daría a luz el sueño largamente acariciado.

Allí coincidieron todos, desde buena mañana, sin importarles el calor abrasador de mayo, los bichos, el sudor, la sed y hasta la extrema fatiga.

Sin marcha atrás.

La ocurrencia consistía en construirle su casita a la familia más necesitada del lugar.

Del hogar de Jeffry Pizarro, su esposa Carolina Chavarría y sus hijos Moisés y Valentina quienes, hasta el domingo antepasado, vivían entre latas, troncos y desechos a la intemperie

Me enamoré de Valentina, de cuatro años, morena, pelo rizado y mirada chispeante que, a falta de ositos y muñecas, desde el primer día la vi con una pala más grande que ella jalando piedra.

Moisés, de siete años, cálido, amigable y bien apuntado construyendo su propio sueño del techo digno que nunca tuvieron.

Jeffry, de manos curtidas por el trabajo ingrato de todos los días, no podía creer el milagro que se estaba dando en su pequeño lote tras tantos años confinado en un tugurio.

Carolina, por su lado, a cargo de la dura faena de la casa y de los hijos, agravada por la diabetes tipo 1 y deficiencia renal grado 2 que padece, pero igualmente con una voluntad de acero para hacerle frente a su realidad.

De modo que, desde el primer día, de sol a sol, los 25 voluntarios se pusieron en acción de mil maneras.

Limpiando y nivelando el lote, jalando piedra y cemento, chorreando el planché, armando los paneles de las paredes, taladrando, clavando, instalando tuberías y cableados, levantando el techo, pegando el zinc…

Todos bajo la guía de Máximo y de dos expertos en construir casas de bien social, el pastor Carlos Salas y Luis Díaz, quienes también, y sin dudarlo un solo instante, acudieron al llamado inicial de aquel.

Con la casa ya en pie y bien coqueta vestida de rosado, siguieron camas y otros muebles, cocina, lavadora, comedor, refrigeradora y otros enseres básicos para una vida más cómoda.

Tras la ajetreada semana, que nunca dio tregua a nadie, ese memorable domingo los 25 voluntarios se juntaron dentro de la casa a esperar la llegada de la afortunada familia.

La puerta se abrió y Carolina fue la primera en entrar. No aguantó. A los pocos pasos se quebró en llanto y buscó a su esposo Jeffrey para que le jurara que todo aquello era cierto y que su miseria extrema de siempre sería ya cosa del pasado.

Entretanto, Valentina y Moisés corriendo y saltando por la cocina, el comedor, los cuartos, la sala, la terraza… viéndolo todo, tocándolo todo, como si tampoco creyeran que aquello fuera verdad.

¿Cuánto costó la casa?

Más que monetario, su valor es humano, muy humano, e impagable: la emoción y satisfacción de ver entrar a esta familia, llave en mano, en su propia casa.

Además, tuvo otro plus histórico: el encuentro, por primera vez, de varios de los primos de ambos países que ni siquiera se conocían debido a la división de las familias desde 1972.

En 17 años, Máximo, gestor y capataz de esta obra, ha construido, con las uñas y también con la caridad de muchas almas generosas y voluntarios de «rompe y rasga», 225 casitas a familias siempre en paupérrimas condiciones.

Fue tal el éxito y la gratificación personal de cada uno que ya parece insinuarse en el horizonte la segunda idea loca para el año entrante.

¡Enhorabuena!

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