Columnista a fuego cruzado
Imagino siempre esta columna como una gran terraza al aire libre donde ustedes y yo nos reunimos cada sábado, desde tempranito, a conversar sobre lo humano y lo divino.
Una cita espontánea en la que cada uno me leerá estando aún bajo las cobijas o bien entre el «pinto» y los huevos fritos, los maduritos y la natilla, las tortillas de queso y el café para hacerla bien malcriada.
De ese modo, entre ustedes, con sus comentarios, y yo, con la columna, logramos la simbiosis ideal para darle cuerpo al mensaje no solo en cuanto al contenido sino al tono crítico o jacarandoso que le imprimamos.
Y es que el sábado es el mejor día del finde para tratar temas relajantes, ya que el viernes todavía traemos la semana sobre la nuca, y el domingo, como víspera del lunes, andamos parados otra vez de uñas.
Allá por los años 70, viendo que las columnas diarias de los periódicos se ceñían y reducían a temas de gobierno y política, me dije un día a mí mismo: «Carajo, ¿y el resto de los temas salerosos y chispeantes que surgen del ciudadano común y lo divierten?
Dicho y hecho, me tiré a las calles para extraer de ellas las costumbres, hábitos y expresiones de una sociedad en crecimiento cuya vida estaba cambiando vertiginosamente en todo sentido.
¿Cómo no describir ese escenario del amor parroquiano en que cada día, al caer la noche, se convertía el Parque España, donde yo era también activista y protagonista?
Poesía pura, mundana y soberana.
Recuerdo el polvorín que se armó con las Señoras de la Hora Santa, el Opus Dei y Las devotas de María que me acusaron a la junta directiva de La Nación.
¿Cómo no contar eso?
¿Cómo no contar que a nuestro monseñor Arrieta lo operaron de un órgano tan sacrílego como la próstata instalada ahí en las inmediaciones más sagradas del divino pecado?
Lo que no se esperaban mis patrones era que, mientras en atención a la queja de las beatas y santulones me reprendían por la columna, yo les mostrara la carta del propio monseñor diciéndome que aquella le había fascinado.
Es decir, más papistas que el papa; más obispos que el obispo.
¡Cómo no contar sobre esos manicomios masivos de ticos yéndose de compras en Lacsa para traerse medio Miami en ropa y electrodomésticos embutidos en maletas que desafiaban la geometría!
Ahora bien, como tampoco debemos ignorar ni descuidar los temas trascendentales de la vida nacional, siempre conmigo habrá sábados en los que sea imperativo tratarlos aquí con ustedes para que cada uno se involucre y dé su parecer sobre lo que crea más conveniente para nuestro país.
A tono con esto, como a lo largo de mi carrera periodística siempre he puesto a mi patria por encima de cualquier otro interés, no han faltado los políticos que hayan hiperventilado frente a posiciones mías irreductibles y antagónicas a las de ellos.
Cierta vez, a raíz de mis columnas y de un rifirrafe que tuvimos, el expresidente Mario Echandi me hizo el honor de atacarme por el apellido: «Espinozo», me dijo.
¡Las vueltas de la vida! Ya habíamos chocado, la primera vez, en 1954, siendo yo aún niño y él diputado y en ruta a la presidencia en 1958.
Ocurrió en Naranjo cuando al preguntarme si yo era echandista o figuerista, con mi inocencia de güila le respondí que figuerista.
Entonces se metió la mano en el bolsillo, sacó una peseta y me la dio.
Mi abuelo, que también era figuerista, me reclamó: «Le hubieras dicho que echandista, carajo; te hubiera dado dos pesos para los pases de regreso».
A mi haber tengo, además, el honroso desplante de dos presidentes que, indignados conmigo, me ignoraron durante sendas actividades públicas.
Tras otra columna mía de esas víricas y satíricas, Daniel Oduber entró a un salón de reuniones, saludó efusivamente a toda la prensa y a mí me brincó.
Otra: estando yo con Felipe González, presidente de España, y otras tres personas a la entrada del palacio del Pardo en Madrid, llegó Oscar Arias, saludó a todos y a mí me ninguneó.
Me cobraba que le hubiera cuestionado no solo la autoría del Plan de Paz sino el halo de quintaesencia que él le daba a este para una Centroamérica de ensueño.
Desde entonces viví muy agradecido con ambos por el honroso «desaire» que me confirmó que como periodista estaba haciendo las cosas como debía, es decir, sin arrodillarme a nadie.
Siendo candidato, Luis Alberto Monge nunca me perdonó la entrevista que le hice a la influyente escritora Carmen Naranjo a fines de 1977, a pocos meses de las elecciones de 1978.
Ante mi pregunta de qué necesitaba Liberación Nacional para ganar, ella respondió con una frase lapidaria que utilicé como título y que estremeció las tiendas de ese partido: «Una derrota».
Lo mismo sucedió en otra entrevista mía a don Pepe en La Lucha al decirme este, sin el menor asomo de duda, que «me da pena por Luis, pero yo quiero que gane el Macho».
Luis Alberto era derrotado poco después por Rodrigo (el Macho) Carazo, de la Coalición Unidad.
Otro episodio embarazoso ocurrió viniendo yo de La Catalina, Heredia, con don Pepe adelante y su chofer, y Luis Alberto y yo atrás en un Land Rover.
Se suponía que me iban a dejar en la estatua de León Cortés para que yo siguiera en bus hasta Pavas, donde vivía.
Durante todo el viaje, don Pepe se rajó a hablar tales pestes de La Nación que, en determinado momento, el chofer se le acercó con disimulo a decirle que yo venía atrás.
Gracias a eso, don Pepe me fue a dejar en su carro hasta el puro fondo de Pavas.
Otros dos expresidentes, Rafael Ángel Calderón F. y Miguel Ángel Rodríguez me hicieron también su «señal de la cruz» tras mis columnas sobre los escándalos CCSS-Fischel e ICE-Alcatel en los que, respectivamente, estuvieron involucrados.
Tampoco es que yo esperara de ambos un baño de champán Dom Pérignon.
Con don Pepe me pasó también algo inaudito mientras le grababa otra entrevista en La Lucha.
Entre que llegó a su final un lado del casete y yo le daba la vuelta a este para continuar por el otro, se dejó decir tales «bellezas» de una destacada figura del PLN que casi me juntan del chichón.
Nunca sabré a ciencia cierta si las dijo porque vio la grabadora detenida o porque le salían del alma sin importarle nada.
Aunque, conociendo su fama de cabreado, tiendo a creer que fue por lo último.
Perdí así la oportunidad de escribir el título periodístico más megatónico de mi carrera, pues sin el respaldo de la grabación, ni el de la señora que en ese mismo instante me servía el café con «gallos» de tortilla de queso, preferí no jugármela.
Apenas puedo imaginarme aún hoy la onda expansiva política de semejante declaración de don Pepe.
Como presidente, Abel Pacheco tuvo conmigo una relación tan cálida y amigable que una vez le predije que nos «devolveríamos los peluches» en el momento en que yo publicara una columna criticándolo por algo que a mi juicio no estuviera bien.
La predicción se cumplió muy poco después cuando, al igual que todo el país, censuré su decisión de incluir a Costa Rica entre los países que integraron la coalición de guerra contra Iraq en 2003.
Una afrenta a nuestra historia de respeto a la justicia y a la paz.
Viví también episodios parecidos con otros presidentes, pero ninguno como el del político que me mandó a una Mata Hari para seducirme, chantajearme y que «me fuera con todo».
Nunca olvidaré la voz de ella, cortante, apresurada y de ejecutiva distinguida, al llamarme a mi casa un martes a media mañana:
–¿Señor Espinoza?
–Sí señora, buen día.
–Le habla Luisiana (nombre figurado).
–A la orden. Dígame.
–Necesito su asesoría.
–¿En qué puedo servirle?
–Lo invito a desayunar este jueves a las 8am en el hotel Radisson.
–Está bien. De acuerdo.
–Listo. Gracias.
Como ven, queridos lectores…nada fácil ser columnista cuando se camina entre muchos fuegos a la vez.