Desde el más allá
No sé si esta columna les llegará a ustedes hoy, algún día o nunca, pues esta vez se las he tenido que transmitir desde el más allá.
Y como acabo de llegar aquí y no estoy familiarizado con las redes astrales de esta nueva dimensión, ignoro la suerte final que la pobre correrá.
Lo que quiero comunicarles es que ayer, al parecer, me hallaron «sin signos compatibles con la vida», según el parte paramédico, policiaco y forense.
Aunque hubiera preferido, a mi gusto, otros eufemismos más criollos como… «Entregó los fierros al Señor», «Pataleó», «Colgó las tenis» o «Cantó viajera».
Todo ocurrió tan rápido que ni yo mismo me di cuenta.
Lo último que recuerdo de mi yo vivo es haber estado en una gran chicharronada entre chinchivís y «aguas de sapo» allá por el Tablazo, cerca de San Ignacio de Acosta.
Pese a la conciencia espiritual que aún me sobrevive, en este momento no sé si estoy muerto del todo o en tránsito a estarlo, pues sin guías, letreros, pasillos ni trillos aquí, es imposible orientarse.
Debo estar ahorita mismo a medio camino entre la vida y el más allá, justo en el punto donde uno se siente, como dicen en Guanacaste, «entre camagua y elote».
A la deriva a través de una gran nada absoluta donde, por cierto, no parece haber trazas ni de cielo ni de infierno.
De modo que tomen nota, queridos creyentes, para sus respectivas agendas de dicha y felicidad terrenal de ahora en adelante, pecado incluido.
Ni alas ni cachos, ni arpas ni tridentes, ni inciensos ni azufres.
Aunque sí un intermedio terrible en el que, hacia atrás, todavía sigo viendo las cosas de la vida, de mi vida, pero sin poderlas asir, tocar, decir ni cambiar.
Sobre la silla, el libro que estaba leyendo y, en un rinconcito mágico de la cocina, mi cueva de chocolates a salvo de los nietos.
En el closet, el calzoncillo pichoneado de mis ejercicios en el gym y, en una rendija estratégica del cielo raso, mi «caja chica» del día a día.
Todo tal cual lo dejé y que ya nunca más será parte de mí: la plantita que regaba todas las mañanas, el café viejo que dos días después me seguía tomando, el piano abierto esperándome para tocar «en la vida hay amores que nunca pueden olvidarse…»
Así de fácil, así de simple, pero ya no estoy. La vida nos pasa a cada uno como la página leída de su libro insondable.
También puedo ver y escuchar a la gente que comenta sobre mi repentino deceso.
«De por sí se le veía ya más muerto que vivo».
«Tuve trillizos con él y nadie nunca lo supo».
«Fue un paladín del medio ambiente: nunca se bañaba».
«Como ateo no le va a ir ni regular» …
Puedo ver incluso a mis enemigos políticos de la oposición planeando parrilladas públicas de celebración al Todopoderoso por la sabia decisión de quitarme de su camino.
De cal y arena, porque hasta aquí me llegan también las cadenas de oración de las ex güilonas del Hollywood y de la Pink Panther.
Y los jalonazos de las mediums contratadas por mis acreedores para que regrese.
Lo que más me deprime, no obstante, es haber expirado a la hora de algo tan pagano como una chicharronada entre elíxires e infusiones de tan bajo nivel espirituoso.
Me hubiera gustado más bien haberme ido una noche cualquiera, de mar y de luna, diluido en alguna canción de pasiones borrascosas.
O bien escoltado, en la misma noche profunda, por la melancólica sinfonía de los grillos.
¿De qué morí?
¿Ajusticiamiento? ¿Bala perdida? ¿Sobredosis de chicha? ¿De amor? ¿«Pega»? Nunca lo sabré.
Porque también me hubiera encantado haberme ido de este mundo de una manera digna y jamás tan profana.
Escribiéndole tal vez unos versos a mi «jefa», Pilar, aunque ella prefiriera mil veces un «encanelado» a la peruana.
¡Y quién no!
Al fin y al cabo, un postre así también es poesía.
En lo personal, extrañaré mis desayunos de «maduritos» en almíbar, mis tardes escuchando a Ángela Carrasco y mis noches de “flor de jamaica» con linaza para la presión alta que al final de nada me sirvió.
Lo más fregado de estar aquí en medio de estas blancas tinieblas es no saber quién soy.
Ni siquiera pasan otros muertos en ruta como para preguntarles.
Me veo y me veo y me descubro incorpóreo, sin nada de lo que en la vida humana, de la cabeza a los pies, duele, se enferma o languidece.
Excelente, por un lado, pero jodido por otro en tanto uno extraña las herramientas humanas del pecado que tanto placer, alegrías y enredos otrora le depararon.
¿O será más bien que estoy aquí en trance de purificación previo al siguiente y último estadio de ese más allá por el que la humanidad sueña: la inmortalidad?
¡Guau! Y yo quejándome.
¿Tendré aquí como ateo palco de honor, o…?
Sea como sea, entre lo que más extrañaré será esta columna sabatina que me permitía intrigar, comentar y vacilar con todos ustedes.
Allá se las enviaba vía inteligencia artificial (IA), pero desde esta ignota soledad no tengo la menor idea de cómo.
A la larga haya aquí inteligencia espectral (IE) con frecuencias de onda ultramundanas y…
El próximo sábado lo sabremos.