Mi yo vegano

Me hice vegetariano la mañana en que mi abuelo le estiró el pescuezo a una gallina y mi madre la desplumó y desguazó para el arroz con pollo de las visitas.

Me sentí horrible porque las 14 gallinas de mi casa eran mis mejores amigas, cada una con nombre propio, y ese día, sin saber yo para qué, mi abuelo me ordenó: «Hijo, traeme a la Chola».

Ochenta años después tengo aún pegado en la punta de mi nariz aquel infinito olor a gallina desplumada, y en mis pupilas, la carcasa a la que se redujo la Chola tras serle extraído todo hasta la enjundia.

Preocupada porque mí proteína se limitaba a leche y gallos de tortilla con queso blanco, mi madre intentaba seducirme con pedazos minúsculos de bisté encebollado hasta descubrir, para su desazón, que yo se los tiraba al perro por debajo de la mesa.

Tiempo después, en otro rapto de asco, me hice vegano cuando en una granja de Boca Tapada de San Carlos vi tantos chinches flotando en el suero del queso como gente en Semana Santa bañándose en el mar.

De entonces a hoy vivo a diario de arroz y frijoles, aguacate, tortilla y picadillos, más una inyección mensual de B-12 para la buena energía, el metabolismo y no descerebrarme más de lo que estoy.

No sin haber pasado grandes apuros en países donde las carnes ¡y qué carnes! son por excelencia el plato fuerte tradicional de su gente, como en Taiwán, donde una vez me sirvieron sesos crudos de mono macaco.

El ritual gastronómico en sí mismo es ya de salir espantado sobre todo cuando ve uno al mono cachorro, atado vivo de pies y manos, siendo perforado en el cráneo con varillas de bambú hasta sacarle los sesos.

Al ver que, previa disculpa, me salía del recinto donde se consumaba aquella masacre en medio de los chillidos del monito, el traductor que me acompañaba me previno de que ausentarme así era una ofensa y un desaire para el anfitrión.

«Lo siento –le dije–, pero ¿me quieren halagar o me quieren matar? Respeto sus costumbres, pero yo también tengo las mías. Me niego a ver eso, y menos a comerlo».

En vista de que en Japón, Tailandia y Hong Kong me sucedía lo mismo con sus manjares de culebra cruda y tiburón hervido, tuve que adoptar una fórmula mágica.

Antes de cada viaje, aperarme bien desde Costa Rica con latas de frijol molido que me comía en mi cuarto del hotel con el pan que, a hurtadillas, me echaba en las bolsas del saco durante las cenas oficiales.

La única vez que, estando en Kyoto, me atreví, por puro compromiso, a probar una micropartícula de langosta, acabé en una clínica salpicado de manchas rojas diminutas por todo el cuerpo.

En otra ocasión, la diplomacia y protocolo alemanes no podían entender que, de todos los invitados a su opíparo almuerzo, fuera yo el único fóbico o anormal que no comía mariscos ni nada que se le pareciera.

Me costó convencerlos de que me bastaba y hacía inmensamente feliz la sola ensalada de pepinos, tomate y lechuga que servían como guarnición de las ostras, calamares, mejillones, cangrejos y demás engendros de mar.

¿Por qué no, para júbilo de mi paladar y gloria de mi panza, unos garbancitos con arroz, fritangas de verduras, lentejas con camote, papitas gratinadas, burritos de aguacate con pico de gallo y, de postre, queque de banano?

Toda esta majadería mía me volvió insociable en todo sentido a la hora de las fiestas, cenas, recepciones y demás aquelarres porque no solo me sentía mal, sino que hacía sentir mal a los demás.

Lo que hago ahora cuando la insistencia de quien invita me compromete, es, o ir ya bien comido y forrado, o llevarme en el carro un aguacate de rajar con la uña y pan integral para engullírmelos en caso de que me ataquen las hambres perras.

Desde luego que de algo me voy a morir, pero con el tiempo he preferido, incluso, reducir o eliminar también de mi dieta ciertas legumbres y verduras que se están cultivando a punta de agroquímicos venenosos.

Siento hoy en día más que nunca un distanciamiento abismal entre los pocos que comen sano y los que se inclinan por la comida procesada, artificial, chatarra y grasosa.

Si un huevo revuelto en Estados Unidos le sabe ya a la gente a fibra óptica, con la inteligencia artificial las sopas y ensaladas les sabrá pronto a códigos, comandos y algoritmos.

El bombardeo de alimentos ultra procesados, contaminados con plaguicidas letales y altos en grasas saturadas, azúcares, sodio y edulcorantes está tomando desprevenidos actualmente a infinidad de consumidores incautos.

Además, todos esos productos a precios escandalosos que hacen más rico al que los fabrica y sanitariamente más vulnerable al que los consume.

Hace poco, en un rápido sondeo que hice entre jóvenes profesionales, ninguno en su vida había cocinado frijoles, garbanzos o lentejas para su consumo.

Tampoco picadillos, alguna sopa de verduras o pastel de papa en su salsa de espinaca.

Hay tres pensamientos que sobre esto del buen comer siempre tengo presentes:

El de Hipócrates: «Que tu medicina sea tu alimento, y el alimento tu medicina».

El de Don Quijote regañando a Sancho por goloso: «Come poco y cena más poco que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago».

Y el mío, para no quedarme atrás:

Come arroz, frijoles y huevo,

tortillas, picadillo y aguacate,

poquito, bendito y no un tanate

pa sentirte siempre como nuevo.

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