Trifulca en las alturas

Confirmado: estoy muerto.

Lo sé porque desde acá acabo de perder todo contacto con la Tierra y el universo interestelar.

Ya nada de ustedes me llega: ni letanías, ni púdretes, ni vigilias, ni indulgencias ni buenos deseos para que descanse en paz.

Que no dudo deben habérmelos enviado en cantidades industriales dada mi condición de no creyente.   

Ni siquiera me llega ya el eco del llanto desabrido de mis fieles seguidoras desconsoladas.

No solo por haberme perdido ellas allá para siempre, sino también acá ante el posible veto divino a mi salvación eterna.

Me siento ahorita como Hamlet ante el horror de un algo inesperado después de la muerte, ese territorio del que nadie ha podido regresar.

No saber dónde está uno después de muerto es ya lo peor que te puede pasar, y en mi caso particular, lo que siempre más me horrorizó.

Porque si fuera en el cielo prometido, genial; y si en el infierno consabido, qué carajo.

¡Pero en esta abstracción infinita…!

Ya sin mi cuerpo con aquellos bíceps, tórax y «cuadritos» que lucí, he quedado reducido a un pálido destello flotante y delirante.

Aunque con algo más de lustre que la popular, fogosa y villana ánima en pena.

Y sé que estoy muerto, además, porque he llegado finalmente a una suerte de explanada donde, para mi sorpresa, se concentran todos los muertos del mundo.

Entendiendo por todos, todos, desde el bíblico Abel, primer ser humano asesinado, hasta yo, el último muerto sin causa aún conocida.

Como ahora hay tantas muertes además de la natural, pues hasta a ésta la volvieron diversa, los tanatólogos han tenido problemas para averiguar el género de la mía

Que digital, que virtual, que artificial…

La verdad, ya no tiene sentido viéndome aquí ahora en estado neutral: ni ángel ni diablo.

Increíble que hasta en esta dimensión extraterrena se peque también, entre las altas divinidades, de falta de cortesía a sus huéspedes al no definirnos identidad, estatus ni justicia pronta y cumplida.

¿Qué es de mí ahora aquí, entonces, si mientras soy, la muerte no es, y cuando la muerte es, yo ya no soy, al decir de Epicuro?

¿Conciencia?, como supone la mayoría. ¿Inteligencia?, como postula Aristóteles. ¿Voluntad?, como cree Schopenhauer.

¿De qué me sirve ser una abstracción si lo que quiero es un yo mío muy mío?

El asunto es que aquí están todos mis colegas «post mortem» en medio de un alboroto e incertidumbre que jamás me esperaba. 

Arremolinados todos de cara a una inmensa puerta de vahos y lampos místicos gritando proclamas, difundiendo consignas y detonando reclamos.

Sublevados porque ni Dios se deja ver aquí tampoco, cosa que las biblias les garantizaban, ni nadie les define adónde irán finalmente a dar con sus huesos.

Perdón, conciencias.

De repente, una voz altisonante irrumpe en esta bóveda inconmensurable:

–Se los dije una y mil veces que Dios no existe –revienta el gran Nietzsche ante la multitud airada.

El sabio Bertrand Russell, quien está a la par, no tarda en reaccionar, desafiante:

–Que dé la cara entonces el que se lo inventó.

Todos buscaron en vano las de Moisés y Abraham.

–Ven, tampoco están –exclamó Freud–; señal de que las creencias religiosas son una neurosis colectiva con Dios en el inconsciente de cada quien.

Karl Marx sacó pecho:

–Lo dije también: es el opio del pueblo. La religión enajena creando un más allá que no existe.

Descartes, que desde hacía rato levantaba la mano, zanjó:

–Si estamos dudando de Dios, es porque existe .

Ante tanto revuelo, se me sale lo periodista y trato de entrevistar a algunos personajes sobre este motín en las alturas.

–Señor Nietzsche: ¿qué está pasando aquí?

–¿Usted ve esa gran puerta? Se supone que es la entrada a la inmortalidad, pero ni se abre ni aparece Dios.

–¿Quién inventó la inmortalidad? –salta mi primo Spinoza, otro genio.  

Y todos volvieron a ver a Platón que se hacía el desentendido por allá.

Entre tanto, los 800 mil millones de destellos, (cantidad de humanos que se han muerto hasta ahora), vociferando:

–¡Puerta, puerta, puerta…!». 

Aristóteles reaccionó:

–Tranquilos todos. Dios es nuestro motor y está aquí mismo, ínsito en nosotros, de modo que no esperen que esa puerta se abra.

Echo yo, entonces, para mi saco: ¿cuál es la ganga de la inmortalidad si uno espera de ella que sea lo máximo y esto aquí es un bostezo?

 Ante la duda, chuceo a Spinoza:

–Usted concebía a Dios diluido (¿desaparecido?) en la esencia del todo. Ahora que estamos en la nada ¿dónde está él?

Tomaba buen impulso para responder, cuando se interpone Tomás de Aquino acusándolo de ateo porque Dios es más bien la primera causa del todo.

Peor aún cuando Anselmo de Canterbury, teólogo benedictino, atacó con su contrainsurgencia ontológica:

–Hasta las personas ateas tienen en su mente la idea de Dios –dijo, riendo con sarcasmo, el muy bellaco.

David Hume, otro insigne pensador y aliado repentino mío, no se aguantó y les recordó a todos que ninguna cosa sobre la que no tengamos experiencia puede existir.

Russell, con expresión malévola, aplaudió:

–Así es. La única realidad conocida es la que puede ser percibida por los sentidos. 

En medio de este fragor sobrenatural, la muchedumbre presionaba más y más para que alguien abriera o se trajera abajo aquella puerta inexpugnable.

Descartes los apoyaba a todos con saltos, vivas y hurras:

–Sigamos añorando la inmortalidad, aunque no exista, para no caer en la peor decadencia moral y espiritual –sentenció.

Pero el escritor Jorge Luis Borges, que pasaba por ahí en ese instante, cortocircuitó el tema con una de sus clásicas salidas:

–La verdad, ni me interesa la inmortalidad ni le tengo miedo. Estoy cansado de ser Borges.

Desde muy atrás, una voz sin dueño le respondió:

–Tranquilo, Borges; como la inmortalidad entraña la desaparición del yo, bien podrías vivirla sin ser vos.

Si bien todos soltaron la carcajada, el chispero que esto provocó fue inédito. 

–¿Será la inmortalidad lo último que necesitemos para sentirnos satisfechos? –se cuestionan unos.

– ¿Y si luego queremos más? –especulan otros.

Entretanto, la rebelión de todos los «post mortem» del mundo fue recrudeciendo a tal punto que se organizaron en células para decidir el camino a seguir.

Cada una buscando la inmortalidad por otras vías, desde la resurrección hasta la regeneración, pasando por la transmigración y reencarnación.

Estaba yo ya en esos trámites de inscripción a ver con cuál facción me apuntaba –me atraía la de los recalcitrantes– cuando de repente escucho, muy lejana, la voz de Pilar llamándome:

«Amor, despierta. Es hora de tu píldora para la senilidad. ¿La quieres con agua o con café?».

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