Mi Mata Hari al acecho (primera parte)

Lo último que me faltaba como periodista era que me tendieran una trampa de faldas, escotes y curvas.

Algunos de mis adversarios políticos, incómodos con las columnas que les dedicaba, lo habían intentado casi todo para su dulce revancha.

Primero, echándome encima un batallón de Tributación Directa para revisarme hasta el último centavo de mi salario.

Me lo sopló una funcionaria de Hacienda de aquel entonces:

«Si me delata, me mata, pero recibimos órdenes directas de Casa Presidencial de caerle solo a usted y no a sus demás compañeros en idéntica situación».

Luego, presionando a directivos de La Nación para que me torcieran el brazo, clausuraran la columna o me echaran del periódico.

 Al final, no me echaron; me «eché» solo.

Cuando hicimos el programa Doble Filo en NC-4 con muñecos que encarnaban a ciertos políticos, lo mismo: movieron cielo y tierra ante los patrocinadores para retirar la pauta de anuncios.

De modo que el terreno parecía abonado para que, o me lanzaran ya tieso a los canforros del Zurquí o, en el mejor de los casos, me pusieran la carnada vivita y coleando de alguna ninfa entre velos, meneos y afrodisiacos.

De allí que, la tarde en que llegó la escultural cabaretera Maripepa a buscarme al periódico, yo prefiriera, con el dolor del alma, no atenderla.

Un horror mío, por supuesto, prejuiciado por el vínculo de ella con la flor y nata de nuestros políticos.

En ese momento, en medio de un cotarro faldero y farandulero a todo voltaje. ¿Por qué llegaba Maripepa a verme?

Por lo que sea, esté ella donde esté hoy, le presento mis más sentidas disculpas.

Así las cosas, desde entonces y hasta nuevo aviso, me puse en guardia a la espera de la siguiente diosa que, caja de los truenos en mano, me bajaran del divino poder.

Convencido, como estaba, de que cualquier chica que se me apareciera guiñándome el ojo o enseñándome la pierna no sería por mi estampa de Brad Pitt o mirada matadora de George Clooney.

Sino por algo más cercano a las tramas y los dramas de James Bond.

Recuerdo que, en las recepciones, veladas, fiestas en embajadas y aquelarres me cuidaba tanto de las sublimes tentaciones de tanta dama de fama y flama que apenas les hablaba.

Claro que por dentro me llevaban los once mil diablos porque lo de uno en las fiestas es ser alma libre y entregarse a la diversión, con emoción, y al ambiente, bien caliente.

Toda una encrucijada.

Porque la voz de mi yo interior bueno me decía «Edguillar, cuidado y te vas con todo cayendo en las garras del pecado de la carne».

Al tiempo que la de mi yo interior malo me chuceaba: «Dale bimba, mae, esto es vida, después te morís y nada te llevás». 

Dos meses después, mis alarmas se disparaban.

A media mañana de un martes timbró el teléfono de casa y al responderlo escuché la voz firme, directa y ejecutiva de una mujer con prisa: 

–Buenos días. ¿Don Edgar Espinoza?

–Sí señora, buen día.

–Le habla Luisiana (nombre figurado)

–A la orden. Dígame.

–Necesito su asesoría

–¿En qué puedo servirle?

–Prefiero que sea personal.

–Usted dirá.

–Lo invito a desayunar este jueves a las ocho en el hotel Radisson.

–Está bien.

–Listo, gracias. Nos vemos.

Esa mañana del jueves llegué antes de la hora prevista por razones tácticas para medir al enemigo y explorar la posible zona de combate.

Me atrincheré en un sitio estratégico con vistas al vestíbulo para ver a Luisiana entrar, monitorear su aura y descifrar su porte, esenciales en estos quehaceres de la inteligencia encubierta.

Miré la hora: faltaban cinco minutos para las ocho. Los clientes que entraban y se arremolinaban en el «lobby» me impedían anticiparla e identificarla.

Al ser las ocho me dispuse a bajar y, de repente, apareció a la distancia una mujer alta, espigada, atlética, en traje sastre turquesa, blusa estampada y pelo castaño de mechones ondulados que le cubrían la mitad del rostro.

Sobria, elegante, natural, discreta, digna.

Y no, como sucede en estos casos, despechugada, voluptuosa y encendida en cosméticos, brillos y escarchas.

«Buena señal», me dije a mí mismo. «A la larga no sea tan Mata Hari».

¡Hum! ¿O presentarse así de altiva y distinguida será parte de su insurgencia diplomática para aniquilarme?

Muy a la ligera pude observar su comportamiento, movimientos y lenguaje corporal, tics y poder de fuego por todos sus flancos.

Entra, escruta con disimulo el entorno, mira hacia arriba, me agacho, se dirige al caunter, conversa con la recepcionista y bajo a su encuentro.

Llego al caunter y la abordo, o más bien la sorprendo, por la espalda, algo que, estoy seguro, ella hubiera preferido cara a cara.

–Buen día –dije, arriesgándome todavía a que no fuera ella.

Algo sobresaltada se voltea hacia mí y sin darle chance de nada, le solté:

–¿Luisiana?

–Gracias por venir, don Edgar. No me lo esperaba tan puntual. Un gusto saludarlo –dándome la mano–. Pasemos, por favor –me dijo señalando el área del restaurante.

El rodaje de esta película entre ella y yo como actores estelares acababa de empezar.

Era, en persona, la misma mujer que escuché dos días antes por teléfono:  precisa, puntual, sagaz e imperturbable. No parecía fingir.

Ella pidió un café negro, tostadas, huevo revuelto y mermelada.

Me jodió porque yo soy de «pinto», huevos a la ranchera, maduro, picadillo, queso, café, papitas salteadas, natilla, tortilla, tostel…y me pareció poco elegante pedir semejante salvajada.

Me resigné a lo mismo de ella pensando en que, viéndolo bien, es incómodo comer a gusto en medio de una conversación sobre un tema tan desconocido como impredecible.

Con ella de frente, percibí en su mirada un haz de malicia picante y sonrisa oblicua contenida a la medida de su investidura ejecutiva.

 Yo trataba de extraer de ella algún signo de malignidad para confirmar mis sospechas, pero parecía ocultarlo muy bien.

Durante el preámbulo, ese instante providencial para romper el hielo, me arrojó alguna información breve sobre ella, suficiente para abrirle un expediente personal e investigarla a fondo, si fuera el caso.

Y, como tenía que ser, ella rompió los fuegos. 

–Gracias por atender mi invitación.

–Un honor –mentí.

–Como le anticipé, necesito su asesoría en un asunto muy personal.

Me refocilé en la mesa dispuesto a escucharla.

–Soy casada y con varios hijos, pero desde hace diez años tengo un amante.

Tragué grueso, con atisbos de ahogo, y ella lo notó.

–¿Se encuentra bien don Edgar?

–Sí, claro. Disculpe. Continúe.

–Un amante al que desde hace dos meses quiero liquidar, pero no puedo. Es agresor compulsivo y me ataca cada vez que lo intento. Usted es la persona indicada para ayudarme.

Mi cabeza daba vueltas como trompo desvirolado sin idea de cómo reaccionar.

Espantado, me pregunté a mí mismo:

«¿Me querrá de sicario bien pagado persiguiendo al amante para ajusticiarlo?». 

«¿O como doctor corazón mediando entre ambos para una ruptura negociada y consensuada?».

Ante semejante petición, no me cupo ya la menor duda de que todo en ella empezaba a ser muy extraño.

Prosiguió:

–Tengo el dinero para pagarle el precio que sea por este servicio.

–Disculpe, doña Luisiana, pero se equivocó de asesor. Se supone que lo soy en comunicación y columnista, pero no en amores turbulentos.

Ella rio por primera vez.

–No me equivoqué. Todo lo que necesito es que me redacte una carta que yo firmaré y enviaré a él con copia a usted.

–¿Y qué le hace pensar que una simple carta suya con copia a mí será suficiente para espantar a su amante?

–Al ser él un político conocido, le aterrará saber que usted está enterado de esto y pueda hacer un escándalo público en su columna.

«¡Carajo, no sabía de las tórridas y escabrosas dimensiones de mi columna!!», pensé.

Le insistí en que ese no era mi trabajo y en que más bien aprovechara la coyuntura para reintegrarse a su hogar, esposo e hijos como una familia normal y bendecida.

–¿Y de qué me sirve sin quitármelo primero a él de encima?

Al final, me sedujo; 1 a 0 ganando ella: le prometí pensarlo y avisarle sobre la decisión que tomara.

El domingo, aprovechando mi tiempo libre, me senté a ensayar una carta de tal calibre que, cuando su amante la abriera, le estallara en su ego narcisista.

La verdad, me quería divertir. Nada tenía que perder, salvo un poco de tiempo.

Si bien lo de ella a todas luces era un embuste para tentarme, chantajearme o sobornarme, decidí seguir su «hilo de Ariadna» (en tico lo llamamos «soltarle mecate») para ver hasta dónde me quería llevar y cómo.

Al fin y al cabo estaba en mí trazar la línea de fuego.

La llamé al día siguiente para preguntarle adónde le podría enviar la carta y, con su voz quebrada por la emoción, me pidió vernos de nuevo al día siguiente a las 10 de la mañana en Azafrán de Plaza Mayor.

 (Segunda parte: Mi Mata Hari al ataque).

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