Mi Mata Hari al acecho (Parte final)
Cuando al mediodía llegué con la carta a Azafrán, en Plaza Mayor, me recibió una Luisiana diferente: ansiosa, inquieta, tensa.
Al verme se puso de pie y me saludó de beso en la mejilla como anticipándome un agradecimiento por algo que para mí era un sinsentido.
Yo seguía sintiéndome extraño, como jugando un juego absurdo y hasta ridículo porque lo más probable era que el tal amante tan solo existiera en su mente lúdica.
Y que, si de verdad existía, le estaría sirviendo de burda excusa para tenderme la trampa a través de sus artes amatorias desde algún recodo del reino político del chantaje y el soborno.
Fuera lo que fuera, lo que me intrigaba de toda esta saga pasional, inventada o no por ella, era la suerte que yo mismo iría a correr a la terrible hora del desenlace.
Me senté frente a ella y sin más rodeos ni aleteos le entregué la carta.
Las manos le temblaban. Dejó caer el sobre y se
olvidó de mí para concentrarse en cada frase, cada palabra, cada letra.
Como si juntas todas fueran la munición que esperaba con ansias para cambiar su destino.
«Debés de entender que nuestra etapa acabó, y acabó de muy mala manera con vos desatado detrás de cuanta mujer se te pone en el camino como si fueras un dandi, cuando, la verdad, no pasás de ser un político influyente, oportunista y aprovechado».
Las primeras lágrimas empezaban a rodar por las mejillas de Luisiana, quien seguía sin despegarse de aquel texto como si se tratara del mismo amante al que, en ese instante, tuviera allí de cuerpo entero para reprocharle lo que nunca había podido cara a cara.
«Mi relación con vos se convirtió en tortura desde que supe que te les tiraste encima a unas secretarias dentro del ascensor, a una periodista y a una aeromoza en un avión, y ya eso no lo pude soportar. Por lo menos a mí me invitaste ciertos jueves a cenar, aunque supe luego que en ocasiones hacías lo mismo con otras».
En aquel restaurante, ya casi lleno, a Luisiana ni siquiera le importó su ataque de llanto y sollozos por la traición sufrida, la viera quien la viera, la escuchara quien la escuchara.
A quien más le importó fue a mí por todas las «miradas cuchilla» que las señoras del entorno me clavaban como si yo tuviera vela en ese entierro.
«No te quiero ver nunca más y si insistís le contaré todo lo nuestro, y más, a tu esposa, harta también de tus psicopatías. Sos un impostor, un vividor del poder y un bueno para nada porque ni para hacer el amor servís».
Tras leerla, sin aún mirarme, la dobló con el pulso aún más alterado, la echó con dificultad en el sobre y la guardó en el bolso.
–Es justo lo que necesito –me dijo con su habitual contundencia.
Si bien en la carta plasmé la esencia de cuanto ella me había contado sobre su supuesto amante, sentí que más bien me había quedado corto.
–¿Cuánto le debo? –me disparó.
–Yo no lucro con los sentimientos de las personas –reaccioné.
Acostumbrada a nunca perder el tiempo en banalidades, se puso de pie, me dio la mano, se dirigió a la caja, pagó la cuenta y se fue.
No volví a saber nada de ella.
En ese momento me sentí horrible por haberla prejuzgado y tenido como a una arpía del poder y no a la dama señorial y respetable que más bien parecía ser.
Dos semanas después, para mi sorpresa, recibí en casa un DHL desde Guatemala con un pequeño y misterioso paquete.
Por razones de seguridad, estos envíos suelo abrirlos dentro de cierto ritual militar, santiguada incluida, para que más bien no me explote a mí alguna bomba casera de clavos, fierros y mechas de ferretería barata.
¿Será acaso algún «cariñito» dedicado a mí del amante ya destrozado?
Lo abrí y ¡guau! Contenía la versión más cara de una pluma Montblanc en su estuche y una tarjeta escrita a mano por Luisiana con su firma y un «gracias» en letras mayúsculas.
¿Su manera refinada y elegante de pagarme mis servicios epistolares?
Quince días después llega a mi casa un chofer en un auto de lujo con otro regalo para mí que, ahí sí, rechacé de inmediato.
Un teléfono celular última generación con todos los accesorios habidos y por haber y una nota, también escrita de su puño y letra, diciendo «Éxito total. Soy otra vez libre y feliz. No tengo cómo pagarle».
Sobre la marcha le escribí mi nota de respuesta en sobre sellado con saliva, a falta de lacre: «Te devuelvo el celular porque tu sola alegría se encargó de pagar tus deudas conmigo».
Una frase de doble sentido que esperé ella captara.
Al mes, recibo otra llamada de ella invitándome ahora al restaurante Café Paris, cerca del Higuerón, para celebrar con un café vespertino el éxito de su misión u operativo «Tiro de gracia al amante».
Sin mucho detalle, como no queriendo recordar lo ocurrido, me reveló que la sola idea de exponerse a un escándalo público y familiar desató en él tal ataque de pánico que juró nunca más ni alzarla a ver.
Esa tarde Luisiana era para mí, otra vez, una perfecta desconocida: risueña, distendida y alegre, extrañamente conversadora, bromista y con una apariencia más atrevida y desafiante.
Enagua corta, piernas largas y desnudas y zapatos rojos de tacón alto.
Más aún, en el instante en que yo le decía que debería repensar un poco su vida de hogar ahora sin el amante, ella, para mi total desconcierto, me empezó a «entrepiernar».
Lo que llaman «entrepierne» tijereteado, con trabonazo y tiro de penal.
Seguí hablando con toda naturalidad sin darle importancia al incidente, pero con las alarmas internas al rojo vivo ante la posibilidad de que el libreto estuviera cambiando y mis sospechas resucitando.
Su juego de piernas fue tan magistral que lo hizo aparecer como un accidente del cual se pudiera disculpar de inmediato, cosa que hizo poniéndome su mano sobre el brazo, diciendo «¡ups, perdón!» y reacomodándose en la silla.
Mi yo interior bueno no tardó en reaccionar: «Ve que te lo digo y repito, güevón: estás ya con una pata bien hundida en las arenas movedizas. Para hoy es tarde».
Tampoco tardó mi yo interior malo en contraatacar: «Mae, el manjar está servido. Para ayer es tarde».
Esta vez le hice caso a mi yo interior malo. Sentía que todavía tenía cuerda para acercarme a la línea de fuego y confirmar mis sospechas sin peligro de achicharrarme.
Estas son las cosas apasionantes del periodismo de investigación, tomando en cuenta que ya yo le venía rastreando a ella sus pasos.
A la semana siguiente me vuelve a llamar para invitarme al hotel Amón a desayunar. Le urgía hablar conmigo de nuevo.
¿Volvería ella con el amante? ¿Tendría otro nuevo? ¿Me querría a mí como reemplazo oficial?
Llegué al parqueo del hotel, entré en el restaurante y no la vi. Me senté a esperarla en uno de los sillones del vestíbulo.
Tres minutos después llega un joven del caunter con un mensaje:
–Disculpe ¿busca usted a la señora Luisiana?
–Sí señor.
–Ella le espera en su habitación a desayunar.
«Edguillar, esto se pone bueno», medió ahora mi yo neutral, generalmente tan prudente y discreto, pero ahora también escandalizado.
Yo tenía ahí tres opciones: regresar a mi casa, pedirle a ella que bajara, o subir yo a su habitación.
Opté por la última aprovechando el centímetro del «hilo de Ariadna» que me quedaba y, además, porque gracias a mi avanzada investigación sobre ella, llevaba conmigo un as bajo la manga.
Al llegar a la habitación, la puerta estaba sutilmente entreabierta. Pegué la oreja en la abertura y la escuché hablando en voz baja sin poder captar lo que decía.
Con mucho sigilo abrí la puerta apenas unos centímetros y pude ver al fondo, a viva llama, la línea roja. ¡Virgen Purísima!
La arista de la pared del baño le cortaba el cuerpo en dos, y la mitad visible desde donde yo estaba era de las caderas a los pies, apenas en ropa íntima.
Si es que se le podía llamar ropa al «hilo», no dental, sino letal, por invisible, que lucía y exhibía.
Al «hilo» ya no de Ariadna sino de Luisiana en su laberinto de curvas, redondeces y senderos entre espinas, luces y sombras.
¿Dónde tendría oculta su cámara de fotos? ¿En algún arete, broche o lapicero para su festín porno conmigo que luego viralizaría allende la fantasía e imaginación?
De repente, hizo un cambio de piernas que huracanó las sábanas y propagó por toda la habitación su fragancia favorita a «Boucheron».
Temí que la tenue brisa que se filtraba por la hendidura de la puerta me delatara llevándole a ella también el aroma mío, pero a demonio en el asador.
Nunca me sintió. Nunca advirtió mi presencia, abstraída como estaba en su conversación.
Volví a dejar la puerta como estaba, bajé al parqueo y puse proa a mi casa en «modo taquicardia» o «tabaquillo», para decirlo en tico.
A la altura de barrio Escalante timbra mi celular.
Era ella, por supuesto. Contestar, o no contestar, he ahí mi duda. Estacioné y hablamos si acaso un minuto.
–¿Qué pasó? –exclamó, sorprendida.
–Por dicha, nada.
–¿Le dieron mi mensaje?
–Sí señora, y subí a contestárselo, pero usted estaba ocupada en una llamada.
–Pero…
–Tranquila. Solo quería agradecerle la confianza depositada en mí para el servicio que me solicitó y que por suerte llegó ya a muy feliz término.
Se hizo un silencio más largo que lo que duramos hablando.
–Gracias más bien a usted por todo, y me disculpo por cualquier malentendido –se despidió y cortó.
No tuve necesidad de usar el as bajo la manga que la confirmaban como pieza clave del conocido político y, además, como Mata Hari de por lo menos otros dos personajes públicos.
Con los años se enredó tanto en el mundo de los negocios de origen cuestionable que no pudo soportar la presión, el estrés ni el escándalo que surgieron a su alrededor.
Y partió, en paz, para siempre.
En cuanto a mí… a seguir bien mosca ante la nueva Mata Hari que me puedan enviar los mismos villanos de la política subterránea, ahora bajo las siguientes dos máximas:
«Que 80 años no es nada» y que «La tercera es la vencida».