¡𝗔𝗾𝘂𝗲𝗹𝗹𝗮 𝗖𝗼𝘀𝘁𝗮 𝗥𝗶𝗰𝗮!

Vengo de los tiempos de la Costa Rica de uno.

La mía, muy mía, que podía tocar, acariciar y abrazar como a una madre.

La que, majestuosa, también se abría y entregaba risueña, cálida y apacible.

La criolla, la natural, la de tierra siempre olorosa a nueva recorriendo nuestras venas como el néctar del puravida.

La familiar, de mar a mar, de frontera a frontera, dejándose sentir, dejándose gozar.

La que escuchaba en silencio mis secretos y luego corría a sembrarlos al pie del tiempo para que crecieran como añoranzas.

Sí, estas de hoy, de este instante, cuando esa Costa Rica ya no está, se nos fue, se nos escurrió de entre las manos, como oro líquido, para nunca más.

Me iré tras ella viviendo ese luto, esa soledad de ahora, pero a la vez feliz de haberme sentido alguna vez apretado contra su pecho.

Bebiendo de sus latidos, de su belleza siempre en gestación y de esa paz suya de manantial entre los bosques.

Mi casa grande, el puntito del universo mío, entrañable, sobrenatural, en el que viví rodeado de plenitud y ahora honro con gratitud.

Campechana entonces, sobre carretas con bueyes y caballos de carga y monta.

De gente con chonete, descalza y manos curtidas, orfebre de este suelo chiquito pero bendito.

De cuando, desde mi solar natal, estiraba el brazo y tocaba la montaña; caminaba unos pasos y veía el júbilo del rio rompiéndose entre las piedras.

Así se vivía Costa Rica.

Desde niño, de la mano de mi abuelo, empecé a recorrer sus parajes más remotos y diversos.

Desde la ribera del rio San Juan hasta Quepos, de La Cruz a Golfito, del Caribe a Bahía Culebra.

Tabarcia, Los Chiles, Manzanillo, Sarapiquí, Buenos Aires de Osa… Sus pueblos y caseríos, chozas, palenques y galerones.

El canto del gallo, el niño llorando y el humo del fogón anunciando la fritanga.

¡Y esa bruma mañanera de tonos azulados desperezándose con el sol entre los pliegues de las montañas!

Del suelo manaba, contagiosa, la alegría de ser, de vivir, de eternizarse inhalando aquel aire de libertad; revitalizador, balsámico.

Una vida tal vez dura, de lucha, de sacrificios, pero de gente solidaria, pacífica y tenaz.

Había ricos, sí, pero éramos más ricos nosotros en las pozas de aguas diáfanas chapoteando y gritando; trepados en los palos de jocote a la vera del camino polvoriento, o bajando de culo la colina a mil por hora sobre el cartón desgarrado.

En las calles de los barrios la infaltable mejenga vespertina, las ruedas con gancho para correrlas por la acera, las bolinchas, los trompos, los boleros, el bullicio.

Todo a puerta abierta de par en par, sin rejas, patios con árboles y esa «Chola», la vieja locomotora, pitando su regreso del puerto con el tren sobre sus lomos.

Me iba a pie al centro de San José, al viejo, al de arquitecturas europeizadas, neoclásicas, de otros siglos, y alguna vez entre cafetales y potreros.

Ese Chepe de torres, plazoletas, techumbres, campanarios, pinos, bahareques y carretas irreverentes rechinando a paso de buey frente al Teatro Nacional.

La Costa Rica de carne y hueso, del saludo a flor de boca, llana y sana, que reía y lloraba con nosotros.

La Costa Rica que uno andaba y desandaba sin miedo a nada ni a nadie, salvo a la Llorona o al Cadejos, que terminaba en vacilón o en carrerón.

Sin violencia, ni presas ni prisas, sin contaminación, sin gente fea, sin sobresaltos ni balas perdidas.

No obstante, la década de los sesenta fue nuestro punto de inflexión entre esa Costa Rica y la actual.

La aparición de la televisión fue determinante al convertirse con el tiempo en la ventana al mundo que nos remontó a otra realidad.

No a la de programas que fortalecieran nuestros valores y abrieran a un mundo de superación y oportunidades reales, sino enajenantes.

Manipuladores de nuestros patrones de conducta, gustos, mente, hábitos y costumbres.

No merecíamos esa excursión hacia el consumismo patológico, las narconovelas, los programas basura y la publicidad engañosa.

Poco después, en el último cuarto del siglo XX, sobrevino la tercera etapa de una globalización que empezó en 1870.

Solo que esta vez más feroz y trepidante, aupada por la aparición de internet, la revolución en las comunicaciones, las plataformas digitales y las redes sociales.

Y teniendo, como actores principales, el libre comercio, las transnacionales, los grandes capitales, los mercados y, de socios, a los políticos filosos y golosos.

Con su estela de migrantes indeseables, turismo mafioso, narcotraficantes, sicarios e inversionistas inescrupulosos que hoy se reparten Costa Rica, como suya, de cabo a rabo.

Y bueno, aquí estamos… sufriendo a toda llama esta deriva globalizadora de una Costa Rica donde nosotros, sus verdaderos hijos, estorbamos, somos extraños y apestamos.

Víctimas de una coyuntura hipermodernista que nos ataca, mina y destruye desde todos los flancos.

No pretendo, jamás, la Costa Rica de cuando nos criamos sobre su cálido regazo, o sea, la romántica, poética, nostálgica y pintoresca.

Todo fluye y, para bien o para mal, las sociedades cambian como parte consubstancial a su naturaleza.

Soy consciente de que a las nuevas generaciones les tocará lidiar con otra Costa Rica: la competitiva, pujante, productiva, intensa y a contrarreloj.

Que logre preservar, en medio del torbellino de corrientes a favor y en contra, la identidad de la Costa Rica digna, soberana y ejemplar que alguna vez fuimos.

Ya no para sentirla y apapacharla como antes, sino como fuente inagotable de luz e inspiración.

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