El último fantasma
Estoy en este instante en un lugar donde asustan. No es el Poder Judicial, ni Hacienda. Es la casa que alquila un matrimonio amigo mío en San Ramón de Tres Ríos.
Son las 10:16 de la noche y nos hemos reunido en la sala a puerta cerrada, con las luces apagadas y en el más absoluto silencio, para poder escuchar con claridad las cosas extrañas que, según el testimonio de la pareja, se oyen principalmente en la cocina, en el área de pilas, en el cuarto vacío de la empleada y aquí donde estamos.
Por aquello de los mal pensados, doy fe absoluta de que los tres estamos mil por ciento sobrios de arriba abajo pues, salvo una taza de café con tajada de queque, no hemos tomado, fumado o consumido ninguna sustancia espirituosa o alucinógena.
He venido de puro curioso y no sin cierta nostalgia de esta fauna sobrenatural de espantos a la tica que, tras toda una vida arraigada en nuestra cultura costumbrista, parece condenada pronto a la extinción.
La gente joven está ahora tan absorta en sus prisas que ya no vive aquellas largas pausas hogareñas como las de nuestros abuelos sentados en el corredor de la casa imaginándose “ceguas”, “lloronas”, “cadejos”, “carretas sin bueyes”, “hombres sin cabeza” y demás visiones.
Como nací y me crie en medio de dos cementerios, el General y el Obrero, mi infancia fue de “pellizco en nalga” con los espantos que salían a fumar a la acera en las madrugadas, ya luciendo el traje de novia con el que los amortajaron, ya con su rostro desdibujado entre las volutas de humo del mismo cigarro.
Pero diay… como muchas otras cosas, se nos fue también esta tradición por lo espectral que a chicos y grandes nos escalofriaba de cabo a rabo a toda hora, sobre todo, después de los rezos. Debe ser que, frustradas ante la desaparición de las viejas casonas donde solían morar, las ánimas en pena, ya sin ningún protagonismo y ninguneadas, se fueron a buscar vida a otra parte.
Como consecuencia, la industria del susto y de la “piel de gallina” decayó sensiblemente, los hechiceros y espiritistas se volvieron ejecutivos globalizados, y las médium y clarividentes, gerentes de marketing, programadoras informáticas y hasta diputadas.
Es una pena porque como parte importante de nuestra centenaria literatura del más allá, a los “espantos a la tica” se les debieron haber otorgado los mismos honores folclóricos de que hoy gozan la carreta típica, la casa de adobe, la olla de carne y el chonete, entre otros.
Por todo esto es que acepté la invitación de mis amigos Rita y Rigo. La posibilidad de sentir de cerca otra vez a un espanto me atraía sobremanera y evocaba viejos tiempos como los del “Fantasma de Aranjuez” con el que me tocó lidiar noches eternas hasta que perdí la partida al echarme este, chécheres incluidos, de la casa que alquilaba.
El caso es que a los 47 minutos exactos de estar esperando, seguíamos los tres sin escuchar nada. Rita y Rigo se sintieron algo incómodos por haberme hecho venir hasta acá en vano pues el único ruido que hasta entonces habíamos percibido, como el de una rata comiendo tabique, no valía la pena.
«No te engañés –me previno Rita–. Podría ser el espanto. Así empieza. Con los ruidos más inauditos». Y es que el trepón de adrenalina que uno siente cuando, por ejemplo, se menean y tintinean las copas que cuelgan sin que nadie ni nada las haya tocado, es irrepetible en estas experiencias de ultratumba.
Rita era la más asustadiza. Me lo dijo por teléfono la vez que me invitó. Me contó que le aterrorizaban los pasos sobre el piso flojo de tabloncillo, las cortinas moviéndose sin viento y los golpes sin razón alguna contra la puerta que da al patio de pilas.
«Creo que el aparecido trata de decirnos algo», especuló. «A veces la emprende contra las sillas del antecomedor rastrillándolas y agitándolas hasta botarlas. Se mece en la hamaca de Rigo y juega bolinchas a media noche enojándose incluso cuando falla la carambola», ilustró. «¿Y cómo se enoja?», le pregunté. «Poniéndose más histérico, tirándolo todo…», dijo.
Con cierta risita socarrona, Rigo terció para ironizar: «A la larga esta noche no viene porque vos más bien lo espantás». El asunto es que, algo desentendidos ya del fantasma de marras, siempre sin encender las luces nos pusimos a charlar en voz alta de otras cosas ajenas a las macabras.
Habrían transcurrido 15 minutos más cuando, estando a punto de irnos (yo, a mi casa, y ellos a la de una prima que les había dado refugio durante las noches), escuchamos sobre el pasillo el taconeo seco, acompasado y decidido de alguien que venía raudo hacia nosotros.
Rita estuvo a punto de gritar, pero no sabemos cómo le reprimimos el alarido a flor de boca. De repente, la perilla cobriza de la puerta de la sala empezó a girar de izquierda a derecha con inusitada prisa e insistencia. ¡Nos helamos!
Debo confesarlo: me bajaban sucesivas ondas de escalofrío de la cabeza a los…digamos que pies, pese a mis varios intentos por controlarme respirando profundo y haciéndome el que «aquí no pasa nada». Rita estaba al borde del desmayo y Rigo tenía los ojos tan fuera de órbita que me asustaron todavía más.
Lo más terrible es que, en situaciones así, uno espera siempre que dentro del grupo haya un valiente, un líder, un héroe que le dé a uno valor y fuerza para mantener la compostura, pero los tres estábamos hechos un ovillo de horror.
Yo creo que todo hubiera sido diferente si, como me había anticipado Rita, la extraña presencia actúa de menos a más, es decir, primero con un ruido leve, luego con un adorno cayéndose por ahí y finalmente con alguna maceta moviéndose de lado a lado. Pero esa noche, todo a última hora fue repentino, salvaje, brutal.
Si bien la puerta de la sala nunca se llegó a abrir, a medio metro los tres sentimos una energía fría que no sonaba, no se movía, no se veía pero que estaba ahí. Es horrible porque se siente que el bicho, o lo que sea, te está viendo, escuchando y midiendo de arriba abajo en medio de una impotencia que no te permite hacer nada.
Rita explotó: «¡Jueputa! ¿Qué querés?»
Rigo, con más aplomo, miró hacia esa nada del ente vacío que nos acechaba e imploró: «¡Tranquilo...váyase! Váyase. ¿Oyó? Calma. Tenga paz. Todo va a salir bien».
Luego, el mismo Rigo nos pidió rezar en coro el “Padre Nuestro” pero Rita y yo nos negamos. Ella porque se petrificó después del putazo, y yo porque del todo me resistía a ahuyentar con oraciones, o lo que fuera, a un espanto que podría ser el último sobreviviente de su especie en nuestro país.
Decidido a jugarme el todo por el todo, recurrí al absurdo de dirigirme al fantasma en un tono entre conciliador e igualado: «Mirá, mae…Voy a preguntarte varias cosas. Si tu respuesta es ‘sí’, movés otra vez la perilla, y si es ‘no’, te quedás como estás. ¿Entendido? (Por dicha no me contestó)».
Al final, Rita y Rigo se unieron a mis preguntas hechos siempre un saco de nervios: «¿Necesitás algo? ¿Te podemos ayudar? ¿Qué es lo que te angustia? ¿Dejaste plata enterrada? ¿Podés decirnos dónde y cuánto? ¿En dólares, en colones? ¿Tenés el mapa de ese tesoro? Danos una pista». (Días después, ya relajados, Rigo me decía a carcajada limpia que solo me faltó pedirle al fantasma la ubicación por Waze).
Hicimos una breve pausa en el interrogatorio para ver cómo reaccionaba el aparecido, pero la quietud y el silencio fueron totales. Entonces, proseguimos: «¿Querés resucitar? ¿Querés vengarte de alguien? ¿Con sicario o con maleficio? ¿Querés que te recemos?». El espanto, igual; ni chistó, pero lo sentíamos ahí, respirándonos en el sistema nervioso.
No obstante, nos pareció que la única pregunta que contestó fue la última: «¿Querés que nos vayamos?». En ese mismo instante la luz de la sala se encendió y apagó de manera intermitente y, para mayor horror, la puerta de la sala estaba ya abierta. ¿En qué momento la abrió? «Este cabrón entiende más de la cuenta», pensé.
Rigo, Rita y yo no nos dijimos nada; solo nos volvimos a ver y salimos de la casa como de puntillas con esa horrible sensación de que el espíritu te persigue para morderte la pantorrilla o clavarte las uñas en el pescuezo para jalarte otra vez para dentro.
Dos semanas después, mis dos amigos se mudaron a un edificio en San Pedro de Montes de Oca. Me pidieron que los contactara con Anabelle y Lucía, dos respetables señoras otrora muy solicitadas por su labor de «limpieza espectral» en casas y mansiones josefinas viejas.
Cuando las localicé me dijeron que se habían retirado del oficio desde que dos de sus hijas empezaron a sentir una mano invisible que las tocaba en la espalda por las noches, y la coincidencia no les gustó.
Traumados como estaban, Rita y Rigo contrataron entonces los servicios de un cura que, a golpe de crucifijo, velas y agua bendita, les bendijo el condominio ya no tanto por los fantasmas, reacios hoy a esos sitios tan modernos, como por los vivos que los han sustituido.