El enigma de la vida

¿Qué es la vida?

He aquí la pregunta que más se ha hecho la humanidad desde que adquirió conciencia de ella.

Sin embargo, la que yo me planteo es más bien otra: ¿por qué la vida?

Esta duda se me atraviesa siempre en el camino cuando, al trotar por las mañanas, la vida se me manifesta de la manera más simple y sobrecogedora.

Como una mata creciendo, subrepticiamente feliz, en la rendija del guardabarro trasero de un auto.

Como el árbol de guayaba bebé echando músculo en la delgada fisura del pavimento vial.

Como la flor silvestre, coqueta y haragana, que brota bajo la enorme roca que la aplasta a la vera del camino.

Peligro y belleza. Bravura y esperanza.

Ante semejante espectáculo, es imposible no detenerse a contemplar su audacia suicida.

Se veían tan frágiles en medio de la brutalidad del tráfico citadino, del viento, de los transeúntes y de la lluvia pertinaz, que me provocaba trasplantarlos a un sitio más seguro.

«No lo hagás, Edgar. Esa es la vida; ensayo y error», me salía al paso mi yo metiche.

Cuando me acuclillaba para fotografiarlos, sentía que me decían algo, algo inédito sobre la vida.

Me decían que, pese a toda esa adversidad y peligros, solo querían una cosa: ser.

¿Por qué?

¿Cuál es ese hechizo desconocido de la vida para que sus portadores –plantas, animales y humanos– se aferren a ella siendo esta a su vez agente del dolor y la fatalidad?

¿Cuál es el atractivo de una vida en la que ser, sufrir y morir es su mejor pasatiempo?

Una hormiga llegará de repente y se comerá la plantita, el árbol y la flor, al tiempo que el viandante pasará y aplastará a la hormiga con su zapatón.

¿No habrá sido la vida un mal paso del azar?

O, mejor dicho, ¿la hija rebelde de ese universo convulso, caótico e inestable?

Aquí mismo donde hoy habitamos hubo alguna vez una supernova que al explotar se convirtió en nebulosa de gas y polvo, y luego, en nuestro sol y sus planetas.

Y de pronto, la célula: delicada, microscópica y vulnerable, a la vez que escurridiza, valiente y tenaz.

Desafiando la entropía de planetas, asteroides y cometas aún ignitos, a la vez que haciendo acopio de todas sus energías, mezclas y químicas elementales.

Para, allí en el silencio de un recodo furtivo de esencias primordiales… ¡ser!

¡Y fue! Trayendo en su ADN el desorden inteligente de su progenitor, el universo.

Diseñada para sobrevivir, atacar, defenderse y reproducirse.

Evolución y selección natural, diría Darwin.

¿Quién soy yo, entonces? Peor aún: ¿Soy?

¿Quién soy a fin de cuentas si, a lo interno, mi vida es un enjambre de otras muchas vidas humanas, no humanas e invisibles?

Atentas todas ellas al menor desequilibrio genético o alteración homeostática para atacar todo mi ecosistema celular y…

Como el cáncer que nace, come y crece de nuestra propia vida con todos sus derechos y privilegios biológicos.

¿Por qué la vida? ¿Por qué ser?

¿Es la vida, por naturaleza, un ente agresivo, violento y de sufrimiento permanente?

Por arrastre, ¿es el ser humano, acaso, igual? ¿Su presa? ¿Su víctima? ¿Su prisión?

Por aquí, hambre, enfermedades, pestes, esclavitud, miseria, desigualdad.

Por allá, terremotos, inundaciones, volcanes, fieras, catástrofes, sequías, extinciones.

Por todo lado, odio, guerras, tiranos, envidia, codicia, injusticia, venganza, corrupción.

Y al mirar al cielo en busca de respuestas y misericordia, ese hombre solo recibe de vuelta el eco de lo desconocido e insondable.

De la muerte, carajo, su mayor enemigo natural por siempre y para siempre.

A la que creyó doblegar atrincherándose entre dioses y cielos que le salvaran e inmortalizaran.

De nuevo: la vida aferrándose a la vida, ahora por el atajo de la resurrección o reencarnación.

Con los apologistas religiosos capitalizando el rio revuelto para poner a la orden del mundo su vasto menú de fe, devoción y oración.

En realidad, todo se vale en medio de un escenario sobrenatural, terrenal y humano que, desde la misma noche de los tiempos, condenó al hombre a la tragedia.

No satisfecho, este, azuzado por el miedo existencial y la soledad metafísica, continuó explorando y suplicando otros paliativos, más allá de lo eclesiástico y supersticioso, contra la adversidad.

Sobrevino así el tiempo de los grandes místicos, filósofos y científicos desesperados también por el placebo que les liberara de su prisión ontológica, sin depender de un dios.

Desde Buda, que renuncia a lo mundano y lo profano para irse al corazón de la montaña en busca de la redención del sufrimiento...

Hasta los filósofos griegos, con Epicuro a la cabeza, ceñido en su hedonismo racional para acabar o minimizar el miedo del ser humano a los poderes extraterrenos.

Cada uno aportando todo de sí, inspiración, creatividad y sabiduría, para edulcorar la vida aplacando sus demonios.

Hasta que otros filósofos, Hobbes y Schopenhauer entre los más sospechosos, acabaron de aguar la fiesta al confirmar que «el hombre es malo por naturaleza».

Y que, como tal, solo se le puede recetar un «estatequieto» bajo la férula de un poder omnímodo y una ley autoritaria.

¿Cómo se podía lograr así la felicidad si el propio hombre era su negación?

No obstante, en medio de la histeria global, otros filósofos le salieron al paso para rescatar las cosas buenas del hombre, como la virtud y la moral, la libertad y la contemplación, esenciales para su felicidad.

Al mismo tiempo, florecieron artistas, literatos, músicos, poetas y pintores ávidos también de darle otra cara a la vida haciéndola más grata, amena y entretenida.

De ahí «La alegría de vivir», esa pintura encendida y jubilosa de Matisse que embriaga y enamora.

De ahí «La Oda al día feliz» sublime invocación de Neruda al amor y la naturaleza. «Ser feliz con todos o sin todos…», dice.

De ahí el «Himno a la alegría» de Beethoven, reivindicación de la felicidad frente a las sombras y tormentos de la vida.

Muy en contraste con esta sociedad global de hoy, insensible e hiperacelerada, que intenta una felicidad muy a su imagen y semejanza.

Muy en función del mercado, del éxito financiero, de las pizarras bursátiles y del poder del dinero.

Ucrania y Gaza: niños, mujeres, cenizas… ¿Duele o no duele la vida?

Estados Unidos, China, Rusia… ¿Superpotencias o superdemencias?

Nicaragua, Corea del Norte, Israel, Venezuela…manicomios políticos y militares.

¿Estará ya la violencia del hombre superando a la de la propia vida?

El planeta tiene la palabra.

Lo sé, queridos lectores: nadie pidió ser y somos; nadie pidió venir y estamos, ¿qué hacer?

Buscar la felicidad allí en el único sitio donde es posible hallarla: dentro de nosotros mismos.

Allí donde nos espera ese menú regalón que va desde la solidaridad y el altruismo hasta la ética y la razón.

Es decir, lo que nos enseña a ser felices con poco y a vivir en paz muy lejos de nuestros miedos existenciales.

Mientras seamos, mientras existamos, vivamos con el mismo ímpetu y alegría de la plantita, el árbol y la flor.

La hormiga mediante.

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